POR SUS FRUTOS...
Las políticas de Alberto son las mismas que las de Cristina y de sus antecesores, y corresponde preguntarse a quién benefician
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/por-sus-frutos/El acervo folklórico de la política argentina incluye la frase que según se cuenta Néstor Kirchner le dijo a unos empresarios españoles: “No presten atención a lo que digo, miren lo que hago.” Si se quiere, una versión profana del bíblico “Por sus frutos los conoceréis…” ¿Alcanzarán los frutos recogidos a lo largo de estos seis meses de gestión para conocer al gobierno que el voto democrático instaló en el poder en diciembre de 2019? Fueron seis meses insólitos, con desafíos que no estaban en la agenda. Lejos de servir de atenuante, esos retos inesperados son más útiles que la rutina para medir la talla de una administración, para adivinarle la intención.
La acción de gobierno exhibió en este semestre cuatro líneas de acción dominantes: la lucha contra el hambre, con la que se inició la gestión; la renegociación de la deuda, también encarada desde el comienzo; la respuesta a la irrupción del virus corona, y el proyecto de expropiación de la empresa agroindustrial Vicentin. La narrativa convencional atribuye al presidente Alberto Fernández la conducción de las tres primeras y asegura que la cuarta responde a iniciativas emanadas de la vicepresidente Cristina Kirchner. Uno y otra son presentados como las cabezas de un ala moderada y un ala radicalizada en el elenco oficialista, en permanente tensión y disputa por espacios de poder.
Cristina no ha hecho comentarios sobre esa supuesta tensión; Alberto la desmiente cada vez que puede, e insiste en que mantiene con su vicepresidente y jefa política una relación fluida y armónica. Los hechos, los frutos, hacen que uno tienda a creerle: las iniciativas, las políticas, las decisiones emanadas en estos seis meses del elenco de colaboradores escogido por el presidente han sido tan perjudiciales para la Nación como las originadas entre los cerebros del Instituto Patria; más aún, podría decirse que han sido coherentemente perjudiciales, como si respondieran a una misma voluntad, a un programa de gobierno conjuntamente diseñado y compartido sin fisuras.
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La narrativa convencional nos dice dos cosas aparentemente contradictorias. Nos dice que el presidente espera llegar a un acuerdo con los tenedores de deuda para desarrollar a partir de ahí un plan económico tendiente a sacar a la Argentina de la prolongada recesión en la que la sumió el gobierno anterior. Y también nos dice que los acreedores de la Argentina son reacios a aceptar las condiciones planteadas por los negociadores que encabeza el ministro Martín Guzmán porque el país carece de un plan económico, cualquier plan, y por lo tanto nadie está en condiciones de predecir razonablemente si y cómo va a poder cumplir con el calendario y la modalidad de pagos que les promete.
Ambas cosas parecen contradictorias porque ninguna de las dos es cierta. El gobierno no sólo ya diseñó su programa económico sino que lo viene ejecutando con toda precisión y consiste en un ajuste drástico de la economía disimulado en el marco de la respuesta a la pandemia imaginaria. Ese plan incluye: devaluación del peso no menor a un 30%, lo que implica una rebaja de parecida magnitud en salarios y jubilaciones; reducción adicional cercana al 20% en las jubilaciones y pensiones; destrucción masiva de empleo y creciente “uberización” del trabajo. Corrección de la paridad cambiaria, reducción del gasto previsional y flexibilización laboral es lo que viene reclamando el FMI a la Argentina desde que volvimos a someternos a su examen durante la era Macri.
Pero el plan de los Fernández excede con creces las demandas del Fondo. Una cuarentena implacable ha enviado a la quiebra a miles de pequeñas empresas y comercios que son la base del capitalismo argentino y su principal fuente de empleo: el empresario Alejandro Bestani acaba de recordar que las 600.000 pymes con que cuenta el país representan el 42% del PBI y proporcionan 7.000.000 de empleos. Los efectos de la cuarentena también se han hecho sentir entre las empresas más grandes, que en varios casos registrados por la prensa se han visto obligadas a cerrar plantas, unidades operativas o sucursales para poder sobrevivir, como es el caso de Arcor, entraron en convocatoria como es el caso de Vicentin o han decidido levantar campamento como es el caso de Latam. Con todo, la campaña devastadora del gobierno no se detiene allí.
El ex ministro Domingo Cavallo ha enumerado tres decisiones que añaden perjuicios adicionales a los directamente derivados de la cuarentena: un “supercepo” cambiario que dificulta la importación de insumos para la industria local; la desvirtuación (por la intervención en Vicentin) de la convocatoria de acreedores como institución legal para la reestructuración de pasivos de empresas en dificultades; y la anulación del régimen de Sociedades por Acciones Simplificadas (SAS) que facilita la constitución de nuevas empresas especialmente a emprendedores de la economía subterránea decididos a ser parte de la economía formal. Agreguemos una ley de alquileres destinada a desalentar cualquier expansión de la construcción a la salida de la cuarentena.
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El proyecto de expropiación de Vicentin, dice el relato convencional, nació en el Instituto Patria de la ex presidente con intenciones múltiples: proteger a 1.300 trabajadores, hacerse de dólares, instalar una empresa estatal “testigo” en el negocio cerealero como preludio al restablecimiento de una Junta de Granos. La primera es directamente falsa: sólo con el dinero que demanda la deuda de Vicentin se defenderían según Bestani 1,7 millón de empleos pymes. La segunda es irrelevante. La tercera, la más probable, acaba de ser puesta a prueba, como observó el periodista Willy Kohan, con el caso Latam: la empresa “testigo” Aerolíneas, sostenida con subsidios, sólo sirve para mandar a la quiebra o espantar a sus competidoras, sobre las que cae todo el peso regulatorio del Estado.
Más allá de las intenciones de largo plazo la iniciativa tuvo un efecto concreto e inmediato: endurecer las posiciones de los fondos que renegocian la deuda argentina. No porque vean en peligro el derecho de propiedad o la justicia comercial, nada de eso: los fondos internacionales no tienen preocupaciones teóricas; más aún, saben por larga experiencia que cada expropiación argentina es para ellos una promesa cierta de oportunidades, como lo puede ratificar en estos días el fondo Burford que le compró a los Esquenazi el juicio por la estatización de YPF y va en camino de alzarse con varios miles de millones de dólares que aportaremos los contribuyentes. La expropiación de Vicentin no asusta en modo alguno a los fondos, pero les da argumentos retóricos para volverse más exigentes, para obtener una nueva concesión en la mesa de negociaciones.
En este caso, la viuda de Néstor Kirchner se ha mostrado coherente con las posiciones que adoptó en el pasado respecto de los acreedores de la Argentina. Tal vez interpretó mal la decisión de su marido de saldar una deuda con el FMI al 4% anual para reemplazarla por otra con Venezuela al 12%, pero lo cierto es que siempre favoreció a quienes reclamaban desde el exterior pagos atrasados: lo hizo cuando su ministro Axel Kicillof pagó con exceso una deuda con el Club de París, y lo volvió a hacer cuando saboteó el arreglo al que ese mismo ministro estaba por llegar en el juzgado neoyorquino de Thomas Griesa con los fondos encabezados por el amigo Paul Singer, y obligó al gobierno que la sucedió a pagarles sumas mucho mayores para salir del default. (1)
¿Es posible afirmar, como lo hace el relato convencional, que Alberto, con su cuarentena letal para los empresarios y los trabajadores argentinos, es el moderado, y Cristina, con su reiterada simpatía por los capitales especulativos internacionales, es la extremista en la pareja presidencial? A uno le gusta mostrarse como un académico rodeado de científicos, a la otra como una revolucionaria rodeada de militantes. Pero, al menos para este cronista, lucen como las dos caras de una misma política ajena al interés nacional, coherente y sostenida, una verdadera política de estado que los envuelve pero no se agota en ellos, porque abarca también a toda la clase política, incluidos el anterior gobierno y los partidos tradicionales, que se oponen en el discurso empleando diferentes retóricas (la república, el pueblo, la igualdad, las instituciones, la justicia social) pero se asocian con fidelidad cómplice en las prácticas.
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En una columna reciente, el periodista Carlos Pagni refirió un diálogo mantenido entre las primarias y las elecciones generales del año pasado con una figura importante de las finanzas internacionales que, refiriéndose a Mauricio Macri, le dijo: “Nunca apostamos tanto, nunca nos fue tan mal”. Para ese entonces, el mundo del capitalismo financiero, que es lo mismo que decir el mundo de los campeones de la globalización, ya se había dado cuenta de que no le quedaba más remedio que volver a apostar por el peronismo, con el que según sus propias palabras nunca les había ido “tan mal”, y la fórmula Fernández-Fernández, extravagante como era, encerraba sin embargo cierta promesa de entendimiento.
Desde un comienzo, los globalistas le dieron su apoyo a Alberto, especialmente en el tema que preocupaba a las dos partes por igual: la renegociación de la deuda. Con sus más y sus menos la prensa financiera internacional le dio crédito a Martín Guzmán e instaló expectativas optimistas sobre la posibilidad de que la Argentina evitara un nuevo default, que no se han disipado ni siquiera en estos momentos extremos de tira y afloja. Alberto retribuyó atenciones: antes de la pandemia promovió con toda energía las políticas de género y prometió conseguir la legalización del aborto, asunto que los globalistas no sólo no habían conseguido con Macri sino que para peor había sido motivo de una espectacular derrota en la opinión pública y en el Congreso que se expandió por toda la región.
Cuando desde la Organización Mundial de la Salud, la prensa y la academia los globalistas instalaron en el mundo el terror al virus corona, Alberto se atuvo escrupulosamente al guión, impuso una cuarentena, difundió cifras engañosas y mantuvo por semanas en vilo a una población que le creyó. Los globalistas lo pusieron como ejemplo. Es curioso, pero la mayoría de los apoyos externos conseguidos por Alberto remiten a la Universidad de Columbia. A ella pertenece Joseph Stiglitz, el premio Nobel de economía y mentor de Guzmán que acaudilló el respaldo académico a las negociaciones conducidas por el ministro. A ella pertenece Ian Bremmer, autor de una nota de la revista Time que destaca el comportamiento argentino frente al virus corona. A ella pertenece también, pura casualidad, la plana mayor de la Open Society Foundation del magnate de las finanzas George Soros.
Esta corriente de buena onda no le duró mucho al presidente. El amplio reconocimiento popular que le atrajo en un principio su conducción de la situación sanitaria, sumado a la virtual paralización de la actividad judicial por causa de la cuarentena, crearon recelos en su compañera de fórmula, inquieta por la peligrosa indefinición de las múltiples causas abiertas en su contra. Desde sus oficinas comenzaron a brotar ideas intranquilizadoras orientadas en dos direcciones: la reforma de la justicia y la puesta en cuestión del derecho de propiedad (en la que se inscribe la idea de expropiar Vicentin, apropiadamente frenada por la justicia). El presidente no las rechazó con suficiente energía y su imagen comenzó a desplomarse.
Los globalistas amigos de Alberto respondieron a la ex presidente con señales cuasi mafiosas: en la Argentina, la divulgación por Horacio Verbitsky de una lista de compradores de dólares para la fuga con mayoría de kirchneristas, de la que fue ostensiblemente borrada Cristina; en el exterior, la rara aparición de un supuesto ex espía israelí, que también trabajó para el administrador de fondos de inversión Singer y que apuntó de lleno contra Máximo Kirchner en un alegato sobre percepción de sobornos iraníes. (Sus declaraciones, de paso, establecieron un lazo digno de ser investigado entre los movimientos del fiscal Alberto Nisman en las semanas previas a su muerte y el interés de los fondos buitre por cobrarle al gobierno de Cristina. Singer montó un sitio en Internet dedicado a la memoria del fiscal.)
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Cuando el presidente Fernández se decida a levantar su cuarentena dispuesta “sin razón ni proporción”, como escribió Victoria Villarruel, va a quedar al descubierto un país en ruinas, incapaz de defenderse, con gran parte de su capacidad manufacturera destruida, y una población empobrecida a niveles desconocidos, sin oportunidades suficientes de empleo u ocupación con la que ganarse decentemente la vida, atemorizada, doblegada, resignada a una economía de subsistencia, dependiente del asistencialismo, inerme, sin representación política ni gremial. Las intervenciones de su compañera de fórmula en este escenario, lejos de torcer su dirección, no habrán hecho otra cosa que volverlo más incierto y peligroso.
“Por sus frutos los conoceréis -dice Mateo el evangelista-. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos.” Si las políticas de Alberto y Cristina, que son una y la misma que las de sus predecesores desde hace medio siglo, hunden a los argentinos en la pobreza y la ignorancia, arruinan el país, destruyen su moneda, lo vuelven vulnerable, mientras los tiburones que recorren los mares del mundo merodean el Plata listos para engullir su presa y huir, es lícito entonces que el pueblo y la nación argentinos examinen los frutos de esas políticas y se pregunten: ¿a quién benefician?
–Santiago González
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