VACUNADOS
Una legislación vigilante, compulsiva y punitoria priva al ciudadano de derechos elementales y resigna la soberanía sanitaria
Hay una libertad última y extrema en el ser humano que es la de decidir sobre su cuerpo y disponer sobre su vida: nadie puede obligarlo a atentar contra sí mismo ni tampoco a prolongar artificialmente su existencia si así no lo desea, en tanto y en cuanto esté en condiciones de decidir. Este derecho básico y fundamental ingresa en zona de riesgo, entre otras situaciones, cuando la persona enfrenta la disyuntiva de someterse a prácticas médicas cuyos beneficios guardan un incierto equilibrio respecto de los riesgos que conllevan.
Para proteger al ciudadano en esas circunstancias, se dictó en el año 2009 la ley 26.529, referida a los derechos del paciente. La ley ampara esos derechos de manera muy extensa: en su relación con los profesionales de la salud, con los agentes del seguro de salud y, agrega, con “cualquier efector de que se trate”, descripción que en su amplitud debe incluir necesariamente al Estado y sus agentes sanitarios. El inciso e) de su artículo segundo se refiere a lo que denomina “autonomía de la voluntad” y, después de una modificación sufrida en 2012 (ley 26.742), 1 dice lo siguiente: “El paciente tiene derecho a aceptar o rechazar determinadas terapias o procedimientos médicos o biológicos, con o sin expresión de causa [es decir que puede hacerlo simplemente porque le da la gana], como así también a revocar posteriormente su manifestación de la voluntad [o sea, a cambiar de idea]”.
El artículo quinto toca otro aspecto interesante, el del consentimiento informado, que no es otra cosa que la expresión de la voluntad del paciente, tal como la acabamos de describir, emitida luego de recibir información “clara, precisa y adecuada” de parte del agente sanitario acerca de, entre otras cosas, los riesgos y los beneficios del procedimiento médico que se le recomienda, y también de las consecuencias previsibles de no practicarlo. La ley sólo reconoce, en su artículo noveno, dos excepciones para el consentimiento informado: que la vida del paciente corra peligro y él no esté en condiciones de proporcionarlo, y también, esto hay que recordarlo, “cuando mediare grave peligro para la salud pública”.
En 2017, tal vez pensando en que la legislación no era lo suficientemente clara al respecto, o bien que dejaba algunas ventanas demasiado sujetas a la interpretación (por ejemplo en la definición de “grave peligro para la salud pública” que acabamos de ver), la diputada de Unión PRO Paula Urroz presentó un proyecto de ley que expresamente hacía extensivo el derecho al consentimiento informado a las personas pasibles de vacunación obligatoria u opcional. Reclamaba la exhibición en los vacunatorios de folletería y cuadros informativos sobre riesgos y beneficios, y proponía un formulario normalizado para presentar la denuncia sobre eventuales efectos adversos.
Al fundamentarlo, Urroz señaló que las vacunas en general contienen “componentes de naturaleza tóxica (aluminio, mercurio, polisorbatos, formaldehídos, etc.) y biológicos (virus y bacterias muertas y atenuadas, restos de ADN de células de cultivo humanas y animales, etc.) que conllevan un riesgo, constatado en los hechos, de muerte, enfermedad aguda o crónica de variada naturaleza, a lo que hay que añadir modificaciones en el patrimonio genético.” Recordó además que “en los Estados Unidos se han compensado desde 1986 (año de vigencia de la ley de Reparación de Efectos Vacunales Adversos) con dos billones de dólares a quienes los sufrieron, teniendo en cuenta que según las mismas autoridades sanitarias sólo se denuncia un 10% de dichos efectos y se reconoce sólo la tercera parte de los casos denunciados”.
La maquinaria de propaganda progresista le saltó a la yugular a la legisladora Urroz, la enroló en el movimiento antivacunas,2 y la acusó de barbarie y oscurantismo con tanta violencia que sus propios socios políticos la abandonaron en la emergencia, y tomaron distancia de su proyecto. Cuando la diputada Urroz presentó su iniciativa regía la ley de vacunación obligatoria 22.909, que había sido dictada en septiembre de 1983, a semanas de la elección presidencial, por el gobierno de Reynaldo Bignone, último presidente de una dictadura en desbandada cuya repentina, extemporánea, preocupación por la salud pública seguramente fue inducida por los mismos intereses que ahora alentaban la campaña contra Urroz. El proyecto de la diputada murió, pero encendió una luz de alarma.
Al año siguiente, en las sesiones extraordinarias de diciembre de 2018, ese momento en que todo el mundo está pensando en otra cosa, casi entre gallos y medianoche como lo había hecho Bignone, tal vez bajo presión de los mismos intereses, la cámara de diputados de la Nación aprobó el proyecto de vacunación obligatoria. La cámara de senadores lo convirtió en ley de inmediato, con pareja desaprensión, en votación unánime y sin debate. Mientras la norma de 1983 operaba sobre un calendario de seis vacunas, principalmente para niños, la iniciativa del diputado justicialista Pablo Yedlin que ahora nos rige como ley 27.491 lo hace sobre una lista de veinte vacunas compulsivas para todas las edades. Esta ley es una obra maestra del elitismo arrogante y autoritario. Vigilante, persecutoria y punitiva, arrasa con cualquier concepto de libertad individual y se burla del derecho al consenso informado.
La ley arranca asentando dos principios notoriamente arbitrarios: la obligatoriedad de aplicarse las vacunas más allá de cualquier derecho, y la prevalencia de la salud pública sobre el interés particular, lo que presupone un conflicto no demostrado entre ambas cosas. El artículo séptimo lo establece taxativamente: “Las vacunas del Calendario Nacional de Vacunación, las recomendadas por la autoridad sanitaria para grupos en riesgo y las indicadas en una situación de emergencia epidemiológica, son obligatorias para todos los habitantes del país.” El artículo décimo tercero establece que el certificado que atestigüe el cumplimiento de esa obligatoriedad será exigible para la obtención de todos los documentos de identidad, el certificado prenupcial y la licencia de conducir, el acceso al sistema educativo en cualquier nivel, y la adhesión al seguro de riesgos del trabajo.
Pero el cerco en torno del derecho sobre el propio cuerpo, despectivamente descartado en el texto legal como un sospechoso y miserable “interés individual”, no se cierra allí. El artículo décimocuarto increíblemente dice: “El incumplimiento de las obligaciones previstas en la presente ley generará acciones de la autoridad sanitaria jurisdiccional correspondiente, tendientes a efectivizar la vacunación, que irán desde la notificación hasta la vacunación compulsiva.” Esto quiere decir que quien ya ha renunciado a su derecho a la identidad, a la educación, a transitar, a formar una familia y a trabajar en relación de dependencia, puede encontrarse de pronto sujeto por tres policías armados, mientras un fornido enfermero con ambo sanitario y complexión de patovica avanza jeringa en mano en busca de sus nalgas. Esta situación temible ha sido concebida y sancionada, por unanimidad y sin discusión, por esos mismos legisladores a los que llevamos al poder con nuestro voto y cuya vida regalada solventamos mes a mes con nuestro trabajo.
El calendario vigente incluye veinte vacunas, que los argentinos están obligados a inocularse en distintos momentos de su vida, desde la gestación hasta la edad avanzada. En la nómina hay varias que han sido cuestionadas por sus efectos adversos, por ejemplo la vacuna contra el papiloma humano que Japón decidió retirar de sus recomendaciones, o las antigripales. La ley de vacunación que acabo de reseñar no se cumple totalmente en su aspecto compulsivo porque todavía no ha sido reglamentada. Circunstancias como la presente, con una población atemorizada y confundida acerca de una pandemia que no termina de entender, brindan sin embargo la peligrosa posibilidad de que esa reglamentación aparezca más temprano que tarde. Y eso porque existen además compromisos internacionales que lo exigen.
Como recordé en otra nota, en el año 2005, la asamblea de la Organización Mundial de la Salud, algo así como su junta directiva, dictó un llamado Reglamento Sanitario Internacional, obligatorio para los países miembros, entre ellos, por supuesto, la Argentina. Los estados se comprometen, entre otras cosas, a “responder a los riesgos para la salud pública que puedan propagarse internacionalmente” y a “responder convenientemente a las medidas recomendadas por la OMS”. Esto quiere decir que en cuanto alguno de los siete proyectos financiados simultáneamente por Bill Gates –el empresario que cree que las vacunas sirven para el control demográfico– acierte con el antídoto contra el virus corona, y enseguida la OMS financiada por Bill Gates proclame su bondad y minimice, o desconozca, sus efectos colaterales, todos los argentinos vamos a sentir obligatoriamente en la nuca el aliento del fornido enfermero que nos persigue con la jeringa salvadora.
Amparado en la legislación reseñada, el gobierno puede invocar el “grave peligro para la salud pública” que implica el virus corona, y en las actuales circunstancias nadie se lo va a discutir más allá de que sea cierto o no, para hacer a un lado el derecho al consentimiento informado. Y también puede invocar una “emergencia epidemiológica”, que dada la amplitud de la desinformación vigente tampoco va a recibir cuestionamientos, para obligarnos a todos a ser cobayos de un experimento mundial de vacunación masiva y compulsiva.
Ni derecho individual ni soberanía nacional por obra y gracia, descuido o corrupción, de la casta política que nos gobierna. Y nuestro cuerpo, nuestra vida, en juego.
–Santiago González
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Nota Relacionada: VACUNA (https://restaurarg.blogspot.com/2019/04/vacunas.html)