EL LUJO DE LA CUARENTENA


La Argentina no está en condiciones de pasar un día más sin trabajar, y le corresponde al presidente presentar el balance de riesgos

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


Me quedo en casa, no voy a trabajar, ni a estudiar, ni a entrenar, y así no me contagio”. La Argentina reaccionó frente a la amenaza de la pandemia como si fuera un país rico, que puede darse el lujo de vivir sin hacer nada. Lo hizo con llamativa unanimidad, sin fisuras entre gobierno y ciudadanía, porque en su imaginación la Argentina sigue siendo un país rico. Pues bien: no lo es. Su economía lleva casi diez años sin crecer, un cuarenta por ciento de su población se encuentra por debajo de la línea de pobreza, ha acumulado una deuda fabulosa y los acreedores llaman a la puerta. Es urgente despertar del sueño. Y además no hay razones para prolongar la inactividad.
Los primeros días de cuarentena debieron haber sido suficientes como para que un gobierno que reaccionó tarde pusiera la casa en orden. Su extensión hasta mediados de abril es excesiva, y resulta imperioso que el país reanude su actividad más o menos normal cuanto antes, porque las amenazas sociales y económicas que engendra esta parálisis son mucho mayores y más graves que las que pueda causar la gripe. El gobierno debe asesorarse sobre la manera más segura de volver al trabajo, alertar a la población sobre los riesgos que eso supone, y también ilustrarla sobre los riesgos de no hacerlo.
Hasta el momento, la comunidad científica mundial no ha encontrado pruebas de que esta pandemia de gripe, de la que participa un virus mutante de la familia corona, sea más peligrosa o letal que la de otros años; las cifras de mortalidad se mantienen dentro de los parámetros habituales para la estación invernal en el hemisferio norte, y no hay razones para pensar que las cosas van a ser distintas en el sur. El virus parece tener una alta velocidad de propagación, lo que no necesariamente es malo porque cuanto más rápidamente se infecte una población, más pronto alcanzará la autoinmunidad y podrá seguir con su vida habitual. Lo que el virus sí puso en evidencia es el deterioro de los sistemas de salud pública en las democracias occidentales, donde sumas enormes se derrochan en políticas de género y tratamientos de fertilidad.
Con todo, la autopsia más interesante y esperada en relación con la nueva cepa del virus corona es la que logre determinar de qué manera y por qué razones se encendió en el mundo una alucinación colectiva acerca de su malignidad, sin fundamento experimental ni científico alguno, que llevó a los medios y otros formadores de opinión a inducir un peligroso estado de histeria, ansiedad y tensión en el público y a gobiernos de todas las tendencias y todas las culturas, incluso los que veían las cosas con más realismo, a paralizar intempestivamente las actividades de sus poblaciones.
Vamos a reiterarlo porque la idea parece difícil de asimilar en el contexto de desinformación que nos rodea: todas las cifras sobre contagios que se divulgan carecen de relevancia alguna, porque cada país hace tests según criterios y sobre poblaciones distintas, de modo que en rigor ni siquiera deberían sumarse porque es lo mismo que sumar tomates y mandarinas. Todas las cifras sobre muertes que se divulgan tampoco dicen gran cosa, porque en la mayoría de los casos no distinguen entre las muertes “por” el virus corona y las muertes “con” el virus, esto es de personas contagiadas del corona, pero que mueren por la acción de otro virus gripal o de cualquier enfermedad preexistente.
Los científicos calculan que, sin cuarentenas, se necesita más o menos un mes, a partir de su aparición, para que la actividad del virus corona alcance su pico y comience a ceder. Las cuarentenas ayudan a los países a alistar sus sistemas de salud para afrontar cualquier desborde, pero al mismo tiempo prolongan la actividad del virus, que seguirá presente hasta que se alcance el nivel citado de inmunidad natural. La única vacuna no es el aislamiento, como decía una consigna oficial, sino el contagio. Cuanto más prolongada la cuarentena, más tiempo va a estar activo el virus. Las políticas de salud deben apuntar a proteger por todos los medios al grupo de riesgo, que, como con cualquier gripe, es el de personas mayores de 65 años o con ciertas enfermedades previas.
El gobierno, y la autoridad sanitaria, deben asegurar que la clase pasiva, por describirla de ese modo, mantenga el máximo nivel de pasividad, permanezca en su casa y reduzca al mínimo los contactos con la clase activa y los menores; se la debe instruir para que esos contactos, cuando sean inevitables, se conduzcan con el máximo de precauciones, incluyendo la distancia física y el uso de elementos protectores como máscaras, barbijos o guantes. Podrían reservarse días u horas para que los mayores vayan al banco, hagan sus compras y conduzcan sus trámites mientras el resto de la población se abstiene de circular por los mismos lugares. Algún tipo de amparo habrá que prever para aislar a la población anciana que vive en barrios marginales o viviendas precarias. Todo esto es costoso, pero más costoso es parar un país.
El público debe ser advertido de que todas las precauciones no van a evitar los desenlaces fatales, pero que éstos no van a exceder, como no lo están haciendo en el resto del mundo, los niveles habituales de decesos por enfermedades respiratorias. Dada la alarma creada esta temporada, y las restricciones consecuentes, probablemente sean incluso menores. Si las cifras fueran confiables podríamos comparar los 82.000 muertos por el virus corona registrados hasta el 7 de abril en todo el mundo, cuando la temporada invernal llega a su fin en el hemisferio norte, el más poblado, con las cifras habituales de decesos por gripe que oscilan entre los 300.000 y los 650.000 al año en todo el mundo. La alarma sanitaria no parece justificada.
No así la alarma económica. La Argentina no puede darse el lujo de pasar un día más sin trabajar: el escenario que se le abre de ahora en más a una economía en recesión en un mundo en recesión no puede ser más amenazante. Es imperioso que el presidente se procure asesoramiento del más alto nivel técnico y el menor nivel de contaminación ideológica, porque el panorama carece de antecedentes y no se puede abordar con consignas. Los que sobrevivan al virus bien pueden sucumbir al hambre, o atrapados en las disputas por un trozo de comida. Hay un momento en que los planes, las cajas de alimentos, los comedores, las viandas, los punteros, los curas y los pastores se ven desbordados por la necesidad y se desata el pandemonio. Que es más peligroso que una pandemia.


La Argentina es pobre. Mejor dicho, no es pobre, ha sido empobrecida por casi medio siglo de gobiernos corruptos, sin conciencia nacional ni respeto por su pueblo, que le succionan los recursos en su propio beneficio, la asfixian como un ejército de parásitos, y no le aseguran los servicios mínimos: ni defensa, ni educación, ni justicia. Ni, por supuesto, salud, como ha quedado de manifiesto en estos días. No sólo no tiene equipos, laboratorios, camas, respiradores, o elementos de protección para sus médicos y enfermeros, tampoco tiene personal idóneo al frente de las instituciones sanitarias; la mitad de la salud pública está inexplicablemente en manos de los sindicatos, y la que no lo está consagra buena parte de sus recursos a las cuestiones de género y el aborto.
Alberto Fernández se encuentra entonces al frente de un país empobrecido, absolutamente debilitado y vulnerable, y al mismo tiempo extremadamente apetitoso, en un mundo donde las jaurías están rompiendo las cadenas. Va a necesitar de gran imaginación, consejo prudente, conciencia nacional y toda su capacidad de persuasión a fin de movilizar las voluntades y los capitales necesarios para asegurar su integridad. No está claro que ésa sea su vocación, pero si la es, debe tratar de preservar el liderazgo que construyó al comienzo de esta crisis, y que en la última semana erosionó aceleradamente con errores no forzados, desde los insultos a los empresarios hasta sus penosas excusas respecto de los sobreprecios pagados por alimentos para la asistencia social. –S.G.

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