SEMILLAS



Autor: Marcelo Posada (@mgposada)

El exponencial crecimiento que vivió la actividad agrícola a lo largo de las últimas tres décadas, se sustenta en la difusión y adopción de paquetes tecnológicos específicamente adaptados a cada cultivo y a cada región agrícola, según sus características climáticas y edáficas.

Ese crecimiento se manifestó en fenomenales ganancias de productividad que, lamentablemente, no siempre tuvieron su correlato en ganancias de rentabilidad, la cual muchas veces se vio afectada por el manejo del tipo de cambio y/o la presión impositiva que establecía el gobierno de turno.

Los paquetes tecnológicos son un conjunto de insumos (semillas, fertilizantes, plaguicidas), maquinarias y prácticas de manejo que interactúan entre sí, potenciando sus resultados individuales, redundando en la ganancia de productividad antes mencionada. De entre los insumos agrícolas más relevantes para explicar el crecimiento de la actividad, se destaca la difusión y adopción de nuevas y mejores semillas, adaptadas a las características de cada zona donde se practique la agricultura que las utilice.

La cadena productora de semillas en la Argentina encuentra su núcleo motor en la producción de semillas de trigo, soja, maíz, sorgo y girasol, pero no se agota allí, puesto que también se generan semillas para la producción forrajera y para decenas de cultivos regionales.

Esta cadena abarca un amplio y diverso conjunto de agentes: los mejoradores de especies vegetales, los desarrolladores y proveedores de innovaciones biotecnológicas, los multiplicadores y productores de semilla comercial, los procesadores y acondicionadores de dicha semilla, y los distribuidores y comercializadores de semillas. A su vez, la cadena semillera involucra a proveedores de maquinarias, a laboratorios especializados, a amplios contingentes de mano de obra temporaria, a organismos del sistema científico-tecnológico, a proveedores logísticos y a organismos regulatorios.


Son pocos los países que poseen una industria semillera bien desarrollada y que opere en gran escala. Argentina ocupa un lugar destacado en el concierto mundial semillero, si bien no ocupa los primeros lugares en cuanto a volumen de producción (9º lugar) y exportaciones (10º posición). Su desarrollo temprano queda evidenciado en que mientras en los restantes países de América Latina se buscaba legislar en cuanto a la certificación y comercialización de semillas en la década de 1960, Argentina ya había establecido pautas al respecto treinta años antes, y cuando aquellos países formulaban su legislación en torno a la protección de la propiedad de las variedades de semillas, Argentina había sancionado su ley clave al respecto en 1973.

A fines de la década de 1880, en el Instituto Agrícola de Santa Catalina (futura Universidad Nacional de La Plata) ya se estudiaban los mecanismos de la herencia vegetal, conformando este hecho el origen de lo que hoy es la industria semillera. Hacia 1912, el Ministerio de Agricultura contrata expertos europeos para formar recursos humanos en fitomejoramiento, a la vez que, contemporáneamente, la Cervecería Quilmes también contrata a expertos extranjeros para que se aboquen a la mejora de la cebada cervecera, mostrando los inicios de un desarrollo de la actividad por dos carriles en paralelo: el público y el privado [1].

Al cabo de pocos años, como producto de esas acciones comenzaron a constituirse empresas semilleras, destacándose inicialmente dos: la fundada por Enrique Klein, que era uno de los técnicos contratados por la cervecera mencionada, y la creada por José Buck, quien fuera uno de los recursos humanos formados por iniciativa del Ministerio de Agricultura. Y complementariamente, se extendía por las áreas productivas más relevantes de ese entonces, una red de estaciones experimentales financiadas por el Estado Nacional, donde se efectuaban ensayos para mejorar las variedades agrícolas, tomando como punto de partida gemoplasma introducido, básicamente, desde Europa.


En ese contexto de expansión de la actividad semillera, en 1935 se sanciona la Ley de Granos y Elevadores [2], conteniendo un capítulo dedicado al “Fomento de la Genética”, que conformó la guía jurídica del desenvolvimiento semillero argentino por casi medio siglo. En base a lo dispuesto por esta norma, el Estado argentino establecía un sistema de certificación de las semillas que se comercializaban, para lo cual primeramente evaluaba cada variedad, antes de autorizar o no su circulación [3].

La actividad agrícola a gran escala y la generación de un andamiaje jurídico de protección a la obtención de variedades mejoradas de cultivares impulsó la expansión del sector semillero. Así, hacia inicios de la década de 1950 existían unas doce empresas semilleras distribuidas por la región pampeana. Con la actividad del INTA (creado a fines de aquella década) se intensifica la actividad de fitomejoramiento, a la par que se afianza y expande el trabajo con híbridos de maíz, línea de trabajo en que en Argentina se remonta a la década de 1920.

En las especies autógamas, como el trigo, la semilla que da origen a la planta y el grano cosechado de esa planta contienen la misma información genética, por lo cual ese grano puede ser utilizado como semilla en el próximo ciclo. En cambio, en las especies alógamas, como el maíz, el grano cosechado no puede ser utilizado como semilla, debiendo concurrirse al mercado para adquirir nuevas simientes. De ahí, entonces, el interés comercial que apareja la producción de híbridos de maíz y, por ende, su intenso desarrollo a partir de la década de 1950.

A fines de esos años, una disposición de la Secretaría de Agricultura de la Nación estableció para las organizaciones públicas (el INTA) la obligación de revelar las fórmulas de sus fitomejoramientos, cediendo las líneas endocriadas a los agentes privados que así lo solicitaran. Este mecanismo –“pedigree abierto”- no regía para los desarrollos de los semilleros privados –“pedigree cerrado”-, por lo cual las fórmulas híbridas que obtuvieran no eran compartidas al momento de registrar el híbrido para su comercialización. De este modo, se crearon dos condiciones claves para el desarrollo semillero en aquel momento: por un lado, las empresas privadas encontraron un incentivo a la inversión en desarrollar nuevas variedades gracias a esta especie de “propiedad intelectual” que las resguardaba, y por el otro, esas mismas empresas podrían acceder en forma gratuita a los desarrollos que haga el propio Estado a través del INTA [4].

Así, entonces, comenzó la instalación y el afianzamiento de importantes empresas semilleras internacionales, algunas en forma autónoma y otras asociadas a semilleros nacionales (que luego terminaron siendo adquiridos por sus socios extranjeros), centrando su actividad en el desarrollo de híbridos de maíz, principalmente, y más tarde de sorgo y girasol. En contrapartida, el segmento del mercado de los cultivares autógamos quedó en manos de los semilleros nacionales más antiguos (los fundados por Buck y Klein antes mencionados) y del INTA.


Hacia inicios de la década de 1970 el sector semillero se componía de alrededor de 30 empresas de crianza (nacionales y extranjeras) y unos 500 establecimientos multiplicadores, además del sector de distribución comercial y de las dependencias del INTA y de las universidades públicas relacionadas con el tema. Y quizás el rasgo más representativo de ese momento de la actividad semillera fuese que la tasa de utilización de variedades mejoraras en trigo, maíz, sorgo, girasol, entre otros cultivos relevantes de aquel momento, rondaba el 100% [5].

En este contexto era lógico que se trabajase para mejorar el sistema de propiedad de los cultivares que se desarrollasen. Así, en 1973 se sanciona la Ley 20.247, conocida como Ley de Semillas y Creaciones Fitogenéticas, si bien se reglamenta un lustro más tarde [6].

Esa Ley combina en el mismo cuerpo dos aspectos que en otras legislaciones (como la estadounidense) están claramente diferenciados: por un lado, la regulación de la producción, comercialización y certificación de semillas, y por el otro, la protección de la propiedad de los cultivares. Desde el punto de vista regulatorio de la producción y comercialización, la Ley estableció la vigencia de dos categorías de semillas, las “identificadas”, que carecían de propiedad privada sobre la variedad, y las “fiscalizadas”, que son propiedad de quien las registre, y que a la vez sufren el control oficial durante las etapas de su ciclo productivo [7]. Ambas categorías se diferenciaban a través de un rótulo que debía llevar cada bolsa de semillas. En cuanto a los aspectos de propiedad, la Ley crea el Registro Nacional de Propiedad de Cultivares donde cada fitomejorador debe inscribir cada nueva variedad desarrollada.

Sobre las semillas hay dos formas de reconocer la propiedad intelectual: por un lado, los derechos del obtentor, que implican el reconocimiento a quien obtuvo el mejoramiento varietal y le otorga la potestad de explotar en exclusividad el mismo, pero sin alcanzar al producto obtenido de dicha explotación, y por el otro, las patentes de invención, que por su carácter intrínseco alcanza solo a los desarrollos inventivos, que en el caso de las semillas estarían representados por las variedades transgénicas, puesto que lo patentable es la modificación genética que conllevan, protegiendo tanto al producto en sí (la planta modificada) como a las sucesivas generaciones vegetales que contengan aquella modificación patentada.

Al momento de sancionarse la Ley 20.247 solo tenía relevancia la primera forma protectiva sobre el desarrollo fitomejorador, por lo cual, hasta la década de 1990, la legislación fue cumpliendo su labor regulatoria. Pero al cambiar el paradigma de desarrollo genético en la industria semillera a partir de esos años, comenzó a gestarse una brecha entre la realidad del sector semillero y el marco normativo vigente.


Con la difusión de la moderna biotecnología aplicada al mejoramiento vegetal, nuevos agentes comenzaron a campear en el sector, provenientes tanto de la industria química como de la farmacéutica, que hicieron valer su capacidad en investigación y desarrollo para posicionarse en la industria semillera a partir de la creación de nuevos productos. En tanto esto, entonces, el marco legal existente comenzó a tener una relevancia clave para el desarrollo del sector.

La legislación originada en 1973 fue complementada y modificada a lo largo de los años a través de las adhesiones argentinas a distintos acuerdos internacionales, como a la Unión para la Protección de Variedades Vegetales (UPOV) en 1978, o el Decreto 2.183/91 que modificó la Ley 20.247, o la Ley 24.481, de Patentes de Invención y Modelos de Utilidad, que permitió el patentamiento de genes y microorganismos transgénicos [8].

En ese contexto de una legislación general desarrollada según el paradigma tecnológico de la década de 1970 y sus sucesivas modificaciones (adaptándose parcial y fragmentariamente a los avances en el fitomejoramiento), el sector semillero fue expandiéndose de continuo. El mismo se compone de algo más de dos mil empresas entre obtentoras, multiplicadoras, laboratorios y comercializadoras, empleando en conjunto cerca de 115.000 personas entre personal profesional, operarios y trabajadores agrícolas permanentes y temporarios [9]. El 90% de las empresas se concentra en la zona núcleo, entre Pergamino (Buenos Aires) y Venado Tuerto (Santa Fe), constituyendo el área más dinámica de la cadena, en la cual se asentó un cluster conformado por iniciativa del Estado Nacional [10].

Este panorama debe matizarse con dos datos claves; por un lado, que del total de semillas utilizadas en los principales cultivos del país, solo un promedio del 45% es fiscalizada (por ejemplo, el 28% en soja y el 39% en trigo), y por el otro, que según cálculos de una organización sectorial, en comparación con la estructura agrícola de inicios de la década de 1970, en la actualidad el sector semillero se ha reducido un 40% [11].

El crecimiento sectorial se dio pese a la mencionada brecha respecto del encuadre normativo vigente, por lo cual la presión para subsanar esa situación fue creciendo a lo largo de los años. Con el cambio del régimen económico a partir de 2002, se sucedieron distintos proyectos tendientes a regular la utilización, comercialización y protección de la propiedad de las variedades semillas disponibles [12].



El punto clave en la discusión de la adecuación de la normativa reside en la noción de “uso propio”, ya definida en la Ley de 1973. Allí se consignaba que el agricultor podría guardar parte del producto obtenido con la semilla originalmente adquirida, para su propio uso en la siguiente campaña. Sin embargo, los cambios tecnológicos (biotecnología aplicada a la industria de semillas) y normativos (sanción de la Ley de Patentes) sucedidos desde entonces, obligan a replantear ese concepto y a establecer algún tipo de mecanismo que sin ser un carga económica importante para el agricultor –que desincentive el uso de semillas de mejor calidad-, a la vez retribuya la inversión en investigación y desarrollo que haya efectuado quien desarrolló la semilla mejorada [13].

La discusión y la tensión en torno a este punto han quedado claramente expuestas en los sucesivos fracasos de los intentos legislativos en la materia que se plantearon en 2012 y 2014. En 2016 se volvió a encarar la reforma de algunos puntos clave de la Ley 20.247, centrando el debate en la limitación del uso propio de la semilla obtenida por los agricultores: deberían pagar un canon por dicha semilla durante los primeros tres años luego de adquirida, y posteriormente sería gratuito siempre que se siembre la misma cantidad de hectáreas; quedarían exceptuados de ese uso oneroso inicial los más pequeños productores (inscriptos en el registro nacional específico).

El debate generado en torno a ese proyecto, que implicaba el reconocimiento del derecho de propiedad a los obtentores de las semillas y limitaba lo que se entendía como un derecho de uso gratuito por parte de los agricultores, no permitió su avance legislativo. Recién en 2018, con nuevos retoques al proyecto de ley, se alcanzó un tenue consenso en torno una nueva propuesta legislativa que sería debatida en 2019. Básicamente: a) reafirma la protección de los derechos del obtentor de la semilla, b) restringe el uso propio por parte del agricultor, c) establece excepciones a esa restricción basadas en el tamaño de la explotación agrícola o las características de sus titulares, d) unifica en un solo acto todos los derechos que haya sobre una semilla, que se agotan con la compra de la misma o en cada propagación a través de un canon, e) el precio de ese canon será fijado con antelación, en el momento de la compra, y tendrá una duración de cinco campañas. Asimismo, el proyecto establece una estrategia de fortalecimiento del Instituto Nacional de la Semilla como único agente de contralor del sector y la desgravación impositiva de la compra de semilla fiscalizada [14].

Este proyecto de ley busca subsanar la contradicción existente entre la Ley 20.247, que instauró la excepción del agricultor, al permitir el uso propio de semillas registradas por un obtentor determinado, y la Ley 24.481, que al proteger un gen, promotor, secuencia o proteína modificada que otorgue alguna característica adicional a una semilla, permite que quien obtiene esa patente prohíba el uso de la misma a un tercero, de no mediar un acuerdo explícito previo. El proyecto apela al esquema imperante en la hoy Unión Europea desde 1994 (y ajustado en 1998) [15]. Allí se estableció un mecanismo que se denominó “excepción onerosa”, por el cual el agricultor podría emplear la semilla producida a partir de la comprada previamente, para su propio uso y a cambio del pago de un canon por determinado período de tiempo, aplicable tanto a las variedades fitomejoradas por métodos tradicionales o a través de aplicaciones biotecnológicas. Esta normativa europea señalaba que quedaban exceptuados de pagar dicho canon los pequeños productores, definidos en función de la cantidad de superficie trabajada.

Como se observa, el proyecto en discusión en Argentina replica la esencia de la normativa europea, que fue el camino que se encontró en esos países para armonizar la inversión en investigación y desarrollo que efectuaban los fitomejoradores con las inversiones productivas que realizaban los agricultores, en pos de alcanzar un punto de equilibrio cercano al óptimo entre el incentivo a la inversión y la innovación científica-tecnológica y el desincentivo a la inversión productiva basada en la incorporación de nuevas variedades de semillas que pudieran elevar en demasía los costos de producción dado el valor de esa semilla o del canon a abonar.


Quizás la propuesta desarrollada en el proyecto de ley en discusión no sea la mejor, y quizás la iniciativa desarrollada por la Cámara de Semilleros en 2009, tendiente a concentrar todo el pago que debiera hacer el agricultor en el momento de la adquisición de la bolsa de semilla, fuese el más sencillo, práctico y controlable [16]. Sin embargo, pese a las críticas que aún recibe, el proyecto próximo a tratarse es la alternativa que más se acerca a la realidad concreta del sector semillero.

El denominado “uso propio oneroso” implica un cambio radical de funcionamiento para la actividad agrícola y para la industria semillera. Y como todo cambio radical, lógicamente genera resistencias y oposiciones. No obstante es una situación de crisis necesaria si se desea que se continúe la inversión en investigación y desarrollo aplicada a la mejora vegetal. Sin la adecuada protección a la propiedad de las mejoras obtenidas, las inversiones en ese rubro se verán afectadas, y con ello se alterará el encadenamiento virtuoso de inversión, innovación, difusión, adopción e incrementos de productividad y/o rentabilidad.

El proyecto de nueva ley de semillas, sin dudas mejorable en muchos aspectos, es un avance frente al cuadro de situación general del sector, legislado hasta el presente en forma desactualizada y fragmentaria. Pero la entrada en vigencia de una nueva ley de semillas es solo una condición necesaria, pero no suficiente para afianzar y fortalecer el desenvolvimiento sectorial. Proteger la propiedad de las innovaciones, pero continuar presionando fiscalmente a la actividad –tanto en forma directa como en forma indirecta, porque las retenciones a las exportaciones constituyen también una presión fiscal a la industria semillera- difuma las ventajas derivadas del avance normativo.

Como en muchas otras actividades productivas del país, la actividad semillera necesita estabilidad jurídica e institucional, y el funcionamiento de un sistema impositivo y regulatorio que no sea obstáculo para su desenvolvimiento sino, al contrario, un estímulo al mismo. De convertirse en Ley el nuevo proyecto será un paso adelante, pero de ninguna manera será (ni debe convertirse en) el punto de llegada del devenir de la industria semillera argentina.

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Agradecemos la difusión del presente artículo:  

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[3] Las bolsas de semillas certificadas por la autoridad nacional pasaban a llevar un rótulo o estampilla, por las que se hicieron conocidas, para diferenciarlas de aquellas no certificadas (que luego circularían en una “bolsa blanca”, tal como se conoce hoy en día a la semilla no fiscalizada).
[7] A diferencia de Argentina, en Estados Unidos son las propias asociaciones de semilleros las que certifican la calidad de la semilla ofrecida al mercado, sometiendo al producto cada semillero a la evaluación de sus pares, en vez de al control burocrático por parte de la estructura estatal.

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