GLOBALISMO: UN MUNDO ENCADENADO - III

El mayor miedo de los globalistas no es el Estado - son los pueblos.



El maleable “imperio de la ley”


Los globalistas a menudo sostienen que el liberalismo [progresismo] apoya el “imperio de la ley”. Sin embargo, el significado del término es probablemente “menos claro hoy que nunca antes” (4). Más aún, un líder del movimiento de estudios legales ha sugerido que, al referirse sobre los procedimientos de la Justicia, el apelar al “imperio de la ley” permite a los poderosos “manipular los procedimientos para su conveniencia” (5). Debemos estar alertas de esta liviandad cuando oímos el término “imperio de la ley” usado tan a menudo por las instituciones globalistas. Es por lo tanto importante estudiar esta frase dentro del contexto en el cual es usado.

Históricamente, no hay duda que el imperio de la ley era un elemento crucial para poder extender la Libertad. Esta visión jurídica de la libertad es capturada por el eminente miembro de la Corte Suprema de Justicia de un EEUU de entreguerras, Louis Brandeis. Él observó que “la historia de la libertad es en gran medida la historia del cumplimiento de los procedimientos”.

La llave al tradicional principio del “imperio de la ley” era que todo el mundo era igual ante la ley. Tanto los funcionarios como el ciudadano común estaban sujetos a su dictado. Nadie - aún el hombre de negocios más rico o un político encumbrado - estaban “por encima de la ley”. Por su aplicación, el imperio de la ley provee una protección vital contra el ejercicio del poder. En el pasado ciertamente ayudó a promover un saludable escepticismo contra los que mandaban por parte de los mandados.

La idea del imperio de la ley se origina en la Antigua Atenas. Nomos (la primacía de la ley) tomó supremacía por sobre physus (naturaleza) como una mejor manera de ordenar la sociedad. Bajo la democracia ateniense, todo ciudadano, independientemente de su riqueza o poder, era igual ante la ley. Al representar a los pobres de su tiempo, los marineros atenienses, en el ágora, argumentaban para que la ley protegiera a las masas de los arbitrios de los ricos y poderosos.

Con el acceso del sufragio para las masas en el SXX, la idea de poner límites a lo que los gobernantes revirtió en que los gobiernos controlen lo que las personas pueden hacer.

El concepto del imperio de la ley fue adoptado también durante la República Romana. En los primeros años de la república, sólo la élite de Roma sabía cuáles eran la ley, que, por supuesto, favorecía a la aristocracia. En el año 450 A. C. luego de 50 años de vida republicana, este particular vicio fue rectificado. Las leyes romanas fueron escritas por primera vez en las “Doce Tablas”, de forma de que todos conocieran la ley. Hacer la ley pública le dio paridad a todos, permitiendo que la ley los tratara a todos igualitariamente.

El principio del imperio de la ley fue reintroducido en los tiempos modernos a través de la Gloriosa Revolución de 1688. Esto removió los derechos “divinos” de los reyes y los privilegios políticos de los aristócratas. En cambio, el poder político sólo puede ser ejercido de acuerdo a los procedimientos y restricciones prescriptos por leyes públicas y conocidas. Este imperio de la ley positivamente requiere a todas las personas, incluyendo a los funcionarios, que obedezcan las leyes y que deban rendir cuentas a las cortes si no lo hacen. Es más, las leyes sólo podían ser cambiadas según procedimientos constitucionales y no podían ser anuladas o desconocidas por órdenes individuales.

Esta interpretación todavía provee una importante protección contra la oligarquía y el despotismo, y permite una defensa de los derechos de las minorías. De todas formas, la esencia liberal del imperio de la ley ha sido crecientemente erosionada en el pasado siglo, y especialmente desde 1970. En lugar del “imperio de la ley”, el sistema judicial ha sido convertido en un vehículo para algunas acciones antiliberales y antidemocráticas para satisfacer los deseos de la gente.

Sin duda muchos globalistas van a estar en desacuerdo con esta mirada. De todas formas, es - probablemente - menos controvertido cuando se ve en el contexto de colonias y nueva colonias. John Sydenham Furnivall fue un administrador colonial británico de Burma por 30 años, hasta el principio de la década del 3o, en el SXX, cuando decidió pasar a ser un académico crítico de las políticas imperiales de Occidente. Tildado de “imperialista renuente”, desafió lo que era entonces la visión convencional de que el desarrollo económico era una condición previa para lograr el autogobierno y la democracia en los territorios colonizados. Argumentaba lo contrario: empiecen con la autonomía y el desarrollo social y económico será la consecuencia.

Al reflejar su perspectiva prodemocrática, Furnivall argumentaba que el “imperio de la ley” impuesta por los poderes de Occidente en sus colonias fueron mayormente designadas simplemente para promover el comercio (6). Explicó que la versión del “imperio de la ley” de la metrópoli, lejos de darle poder y unir a las personas, meramente expandía el comercio a expensas de la integridad social y política de la sociedad colonial. Luego de la Segunda GuerraMundial, cuando la genuina autonomía del Tercer Mundo estaba claramente ausente, la afirmación de Furnivall era difícil de negar.

Por lo que la atracción que produce el “imperio de la ley” no debería ser vista como un bien universal. Se necesita revisar dentro de específicas circunstancias sociales y políticas. Consideremos una definición de liberalismo sugerida por el especialista en ciencias políticas Francis Fukuyama. Él dijo que el liberalismo significa tener “reglas generalmente aceptadas que ponen claros límites a la forma en la que el estado nacional ejerce el poder” (7). No suena objetable.

Aún así, el énfasis en los “claros límites” contiene el potencial de contraponerse a la regla de “imperio de la ley” imponiendo la voluntad democrática popular. Que es lo que sucedió con la incorporación de las masas a los procesos de sufragio en el SXX, momento en el cual la idea de poner límites y contrapesos a los gobernantes y que éstos rindan cuentas se convirtió en límites y requisitos que los gobiernos imponen a lo que la gente puede hacer. El significado del “imperio de la ley” ha cambiado, actualmente tiene precedencia los controles que los gobernantes imponen a la gente ordinaria.

En los 30, el presidente de EEUU Franklin D. Roosevelt dio de frente contra este bloqueo judicial de la democracia liberal. Él y su Partido Demócrata fueron electos en 1932 con el mandato de implementar medidas para combatir los efectos de la Gran Depresión. La Corte Suprema, sin embargo, resolvió contra las medidas del New Deal por ser “inconstitucionales”, en un voto dividido de cinco a cuatro.

Después de ser reelegido en 1936 con una gran mayoría, Roosevelt cargó contra la Corte Suprema por no haber “actuado como un cuerpo judicial sino como un cuerpo político”. Su propuesta de reemplazar los jueces no logró apoyo legislativo - la otra parte de los “contrapesos y controles” de EEUU - pero a través del mandato electoral él logrp ser visto como que había ganado sobre el principio del tema. La Corte Suprema se vio compelida a retractarse y aprobar sus políticas de New Deal.

La responsabilidad de los gobiernos de actuar según sus mandatos electorales se ve devaluado por su insistencia de pasarse por alto el “imperio de la ley”, de desobedecer los procedimientos.

El enfrentamiento de Roosevelt con los tribunales en los ‘30 anticipó las tendencias antidemocráticas de postguerra, por sobre el “imperio de la ley”. Apelando a la santidad del “imperio de la ley” instituciones legitimadas pueden verse a sí mismas justificadas en desoír los deseos del pueblo expresados a través del voto popular y las elecciones. La responsabilidad de los gobiernos de actuar según sus mandatos electores es devaluada al insistir en desobedecer su responsabilidad de cumplir con los procedimientos.

Miren las fórmulas típicas del entonces secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, quien, al principio del milenio, defendió “un principio de gobernancia en el cual todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluyen el propio estado, deben responder a las leyes públicamente promulgadas, igualmente impuestas e independientemente adjudicadas y que son consistentes con las noras y estándares de los derechos humanos internacionales”. Nuevamente, en superficie, no suena abiertamente antidemocrático.

Las instituciones del gobierno deberían estar regidas por el imperio de la ley, por los procedimientos. Los gobiernos no deberían ser libres de violar la ley que aplican a otros. Pero otro principio democrático esencial es que los gobiernos deberían responder ante su electorado. Las leyes a seguir deberían ser aquellas que el pueblo acepta. Si no obtiene la cantidad suficiente de votos o están en desacuerdo, deberían poder cambiar el gobierno y cambiar las leyes con la próxima elección.

Esta relación es en el mejor de los casos, borrosa, cuando no subvertida, cuando funcionarios no electos de Naciones Unidas afirman que la ley que ellos quieren debe ser seguida por los gobiernos de acuerdo a estándares internacionales. Cuando esas a menudo vagas e imprecisas “normas y estándares” internacionales tienen poder de veto sobre la legislación doméstica de cada país, las capacidades de decidir de los pueblos son sobrepasadas en principio, si bien no siempre en práctica.

Es más, las perspectivas del “imperio de ley”, donde las acciones de los gobiernos necesitan encontrar criterios internacionales, ha sido legitimado por la intervención internacional en asuntos soberanos de los estados. Muchas naciones han sido invadidas porque se invocaba que habían quebrado la ley, incluyendo los recientes casos de Somalía, Serbia, Iraq, Libia y Siria. Como observó el historiador Mark Mazower, la invocación a la ley se ha convertido en “un vocabulario de licencias, una forma de imponer poder y control que normaliza lo debatible y justifica la excepción” (8).

El incremento en el uso de la ley para validar la erosión de la soberanía nacional es parte de un más amplio rediseño del orden internacional de postguerra. Hasta el momento las instituciones internacionales de postguerra están tomando atribuciones cada vez más por sobre los gobiernos de las naciones. Esta elevación por sobre la voluntad popular las envuelve en un poder encantado y casi mágico.

La respuesta pública de varios globalistas al desprecio y hostilidad que muestra Trump por estas organizaciones ha hecho todas estas opiniones más explícitas. El New York Times publica el 27 de julio de 2018 una proclama efectuada por una colección internacional de académicos donde ensalzan la conveniencia de preservar el actual orden internacional por sobre las declamaciones antiglobalistas de Trump. Sostienen que la ONU, la OTAN, la OMC, la UE y otras instituciones de postguerra han provisto “estabilidad económica” y “seguridad internacional” y han traído “niveles de prosperidad sin precedentes” y nos han traído “el más largo período de paz en la historia moderna entre las mayores potencias”. Darle tanta autoridad a instituciones internacionales convierte un deseo en una realidad falsa.

Nunca podremos saber si “paz”, en el sentido de evitar la guerra entre naciones grandes desde 1945 hubiera sido posible si esas instituciones no existieran porque hay una sola historia. Sin embargo, esas instituciones, en último caso, sólo expresan las fuerzas y presiones de las naciones que las conforman. En sí mismas, esas instituciones no pueden hacer nada si los estados miembro las ignoran. La Liga de Naciones, por ejemplo “falló” en prevenir la Segunda Guerra Mundial, no porque tenía un defecto institucional, sino porque las naciones capitalistas estaban en curso de colisión forzadas por los conflictos económicos y geopolíticos de su tiempo. La liga de las naciones era impotente para prevenirlo.

Otro experto en relaciones internacionales, Stephen Walt de Harvard, no sólo se negó a firmar la proclama en el New York Times, sino que también discutió sus axiomas. Explicó que esas instituciones fueron conformadas en una era diferente a la actual. Es más, sugirió que ya no eran más apropiadas para el mundo de hoy. Walt advirtió que la nostalgia por un pasado que nunca existió no ayudará a resolver los problemas contemporáneos. El “así llamado orden liberal” no era el nirvana que alguna gente imagina que fue.

Walt demostró que esto nunca fue un orden mundial completo. Que hubo un “montón de conductas no liberales”, aún por países y líderes que constantemente proclamaban “valores liberales”. Los EEUU, le recordó a sus colegas, ha instalado un montón de regímenes autoritarios durante toda la Guerra Fría (y continúa haciéndolo desde entonces). Un más reciente desprecio por las reglas internacionales sucedió cuando EEUU invadió Iraq en el 2003 sin la aprobación de las Naciones Unidas.

Las administraciones de la Casa Blanca no dudaron en romper las reglas del orden liberal (del estado de derecho) para perseguir los intereses nacionales. Esto es lo que sucedió cuando los EEUU unilateralmente desmantelaron el sistema de cambio fijo de Bretton Woods en 1971, porque no podía cumplir las reglas que había aprobado anteriormente. Los intereses internos simplemente se volvieron más importantes para los EEUU que continuar con su compromiso con el sistema monetario internacional.

Walt continuó remarcando que algunas de las instituciones que eran defendidas por sus colegas en la actualidad eran el origen de algunos problemas que hoy enfrentamos. Dio el ejemplo de la OTAN. Establecido en otra era para coordinar los poderes militares de Occidente durante la Guerra Fría, Walt dijo que desde el final de la Guerra Fría, la OTAN se convirtió en una fuerza disruptiva. En su persecución de una “expansión hacia el este ilimitada y mal concebida” ha realimentado las tensiones internacionales, en lugar de apaciguarlas.

Darle a estas instituciones el poder supremo no sólo es engañoso, sino que también corroe la democracia. Promover las no electas autoridades de instituciones internacionales socava las autoridades nacionales electas. El decreciente rol decisorio de los ciudadanos es reforzado cuando nos dicen que las organizaciones internacionales son los verdaderos pacificadores y los verdaderos ingenieros de la prosperidad. La supuesta omnipotencia de esos cuerpos colectivos les da un estatus casi sagrado. Es por eso que el solo hecho de criticarlos parece sacrílego a algunos globalistas.

En contra del estado nacional pero no en contra del estado

El globalismo es a menudo percibido como el corolario natural de una economía más globalizada. Parece que la creciente interdependencia de las economías nacionales desde finales del SXIX era la base de la cual emergería el globalismo. Pero no era suficiente. ¿Cómo es posible que esas ideas se volvieran tan poderosas?

Volviendo a la afirmación de Greenspan del 2007, tres puntos son pertinentes. Primero, captura el ethos fatalista del globalismo: “No hace diferencia quien sea el próximo presidente. El mundo está gobernado por las fuerzas de mercado”. Implica que como los estados nacionales no controlan nada, es poco lo que podemos influenciar con nuestro voto. Es el mercado el que determina nuestras circunstancias.

Segundo, esta afirmación es especialmente significativa por quien la hizo. Hasta su retiro unos meses después, Greenspan fue regularmente presentado como “el hombre más poderoso del mundo”. El hizo estas afirmaciones poco antes de que explotara la crisis, cuando su reputación, y la de los responsables de los bancos centrales en general, fue un poco empañada. Es una ironía que quien fuera el lider del banco central más poderoso del mundo fuera impotente frente a la globalización. La contraposición entre las palancas del verdadero poder del establishment y su pretensión de impotencia, son paradojas del globalismo que no son marginales: son intrínsecas.

Y tercero, los ascendentes centroeuropea de Greenspan no son despreciables en la historia del globalismo, y aún en un exponente de segunda generación, como es el caso.

Greenspan nación en New York en 1920, viviendo primero en el distrito de Washington Heights. Hoy es conocido como el “Frankfurt sobre el Hudson” por su gran cantidad de judíos inmigrantes provinientes de Alemania. Sus padres eran en realidad de descendencia centroeuropea, su padre era rumano, su madre húngara. El linaje de Greenspan es relevante por la importancia de la influencia del neoliberalismo clásico sobre el desarrollo del pensamiento globalista.

Dos narrativas sobre el globalismo pueden ser leídas en la afirmación de Greenspan. La estandard y más popular narrativa es que el globalismo es el hermano gemelo del “neoliberalismo”, expresa “los fundamentos del mercado” y ve a la intervención estatal como mala para la economía. El gobierno interfiere demasiado sobre el poder de autoregulación de los mercados libres y por lo tanto socava la prosperidad. La perspectiva explica por qué Greenspan ve como “afortunado” que la globalización haya vuelto al gobierno nacional en redundante. Lo llamamos la narrativa “antiestado”.
Pero a lo que los globalistas son verdaderamente hostiles no es al estado sino a la política.

Pero a lo que los globalistas son verdaderamente hostiles no es al estado sino a la política.

Una narrativa alternativa es en realidad mucho más germana: una narrativa “más allá de la política” - específicamente una narrativa “más allá de las políticas de masas”. La declaración de Greenspan incorpora la presunción convencional de que Occidente ha arribado a “el fin de la política”. Presume que la política ha perdido su eficacia a la vista de las fuerzas globales. Como resultado, hacer política, en particular política económica, es ahora prácticamente irrelevante si no contraproducente, porque todo está determinada y conducido por la fuerza impersonal de la globalización.

El historiador norteamericano Quinn Slobodian explica esa narrativa “más allá de la política” en su excelente libro “Globalistas: el Final del Imperio y el Naciomientos del Neoliberalismo”, 2018, (Globalists: The End of Empire and the Birth of Neoliberalism). Slobodian caracteriza muy bien al globalismo como una creencia en la cual “la política forma parte del tiempo pasado”. El único actor que queda en pie es la “economía global”. Esta segunda narrativa señala que la centralidad y el dominio de la negación de la capacidad humana de modificar la realidad. La negación del accionar humano.

La narrativa estándar antiestado es en realidad engañosa. Los globalistas no están en contra del estado. Los globalistas dentro de sus instituciones nacionales e internacionales no van a trabajar todos los días a la mañana para poner sus pies sobre el escritorio y no hacer nada todo el día por su supuesta aversión a la actividad estatal. A lo que ellos son hostiles es a la política, no al estado.

Los globalistas se preocupan por políticos inesperados, disruptivos y posiblemente irracionales que se engancha en actividades que quiebran el modelo globalista. Esto significa que sospecha de la democracia en sí misma porque ellos asumen que las masas no son lo suficientemente racionales y no tienen la claridad que ellos sí tienen. En cambio las personas ordinarias son susceptibles de ser engañadas o embaucadas en elegir “políticos inesperados, disruptivos y posiblemente irracionales”.

Aún aquellos que abiertamente se declaran como neoliberales entre los globalistas no están en contra del estado como tal. Ciertamente, denunciarán la planificación y el control del estado sobre los negocios. Pero más allá de eso, están más preocupados por lo que ven como el impacto desestabilizador de la política. En particular critican lo que llaman “políticas discrecionales”. Esas políticas que ellos piensan que interfieren con la libre operaciones de las fuerzas espontáneas del mercado. De todas maneras, están abiertos a que el estado ayude a completar su ideal de orden de mercado libre-de-políticos.

Por ejemplo, Lionel Robbins, uno de los economistas liberales líderes de Gran Bretaña en el SXX simpatizaba con la concepción liberal de un orden nacional basado en un estado enérgico y fuerte. A partir de 1930 sugiere que este estado fuerte y enérgico debería aplicarse en escala internacional, por alguna forma de autoridad federal.

En forma similar, el ardiente neoliberal Friedrich Hayek, en su libro Ley, Legislación y Liberad, en 1979, explícitamente rechaza la errónea caracterización de que el apoyaba un “estado mínimo”. Argumentaba que era “incuestionable que el gobierno de una sociedad avanzada debía usar su poder para obtener fondos de los impuestos para proveer un gran número de servicios que por diferentes razones no pueden ser proveídos o no pueden ser proveídos adecuadamente por el mercado”. Esto, difícilmente, es un manifiesto por un globalismo de estado mínimo.

Coincidentemente, Hayek publicó su negativa a ser un purista del anti-estado al mismo tiempo que la nueva primera ministra de Gran Bretaña, Margaret Thatcher le decía a sus colegas de gabinete que el libro de Hayek de 1944 “The Road to Serfdom” debía ser de lectura obligatoria. A pesar de su reputación por el libre mercado, dada la expansión, más que la contracción del estado durante su mandato, el obituario de Thatcher en The Economist (8 de abril de 2013) fue apropiado. Este vocero del libre mercado afirmó que la esencia del thatcherismo era un “estado fuerte” junto al compromiso de “economía libre”.


En una entrevista a un diario chileno, dada durante el gobierno del General Pinochet, Hayer refuerza esta perspectiva:

“Cuando un gobierno es en una situación de ruptura, y no hay reglas reconocibles, han de crearse reglas para poder decir qué se puede hacer y qué no. En esas circunstancias es prácticamente inevitable que alguien tenga poderes casi absolutos… Puede parecer una contradicción que sea justo yo quien lo diga, yo que he pedido limitaciones a los poderes gubernamentales sobre las vidas de las personas y que he mantenido que muchos de nuestros problemas se deben, precisamente, a que existe demasiado gobierno”.

“De todas formas, cuando me refiero a este poder dictatorial, estoy pensando en un período de transición, solamente. Es una manera de establecer una democracia estable y una libertad libre de impurezas. Es la única forma en que puedo justificarlo y recomendarlo”. (9).


Temporariamente o no, Hayek explícitamente apoyó un estado autoritario que fije las reglas. La más famosa figura del neoliberalismo, entonces no era un “estatista mínimo”.

Cuando los globalistas aluden a ser anti-estado lo que en realidad están expresando es su oposición al estado-nación, más que a la intervención estatal per se. Es más, cuando son críticos al estado nación, ni siquiera están en contra de la “nación” como entidad política. Más bien, están en contra de la idea de nacionalidad y nacionalismo.

La mayoría de los globalistas de las élites de Occidente hoy en día se siente política y culturalmente restringidos por sus propias instituciones nacionales. Esto puede provocar que sean inconsistentes en la persecución de los intereses nacionale, es más, que sean dudosos. Las élites encuentran más fácil conseguir lo que desean a través de las redes internacional porque se ven cada vez más separados de las vidas y las formas de ser de los ciudadanos ordinarios de sus países de origen.

Sobre todo, los globalistas están unidos en su deseo por un mundo aislado de las democracias populares y de tener que rendir cuentas a la población.

Sobre todo, los globalistas están unidos en su deseo por un mundo aislado de las democracias populares y de tener que rendir cuentas a la población.
Desconfían de los políticos nacionales por su intrínseca asociación con la gente ordinaria de una nación. Su preocupación subyacente es cómo la gente común, mucho de los cuales no comparten sus pensamientos avanzados, pueden influenciar en lo que un estado hace a través del proceso democrático. Y como la democracia sólo existe en la forma de las naciones, su preocupación los lleva a minimizar los “estados nación”.

Es por lo tanto una engañosa caricatura pretender que los globalistas buscan un mundo “sin fronteras”, o una sociedad “con estado cero”. Unos pocos sí lo hacen, pero lo que realmente los une es su deseo por un mundo aislado de la democracia popular y de la obligación de rendir cuentas. Los estados son importantes pero creen que operan mejor a través de acciones delegadas a reguladores y burócratas expertos, que no deben explicaciones ni a legisladores ni a políticos.

Esto es lo que motiva el constitucionalismo y legalismo dentro del globalismo - busca constreñir a los políticos de las naciones en temas económicos por reglas que los disciplinen. Las regulaciones de comercio son quitadas del ámbito doméstico en favor de seguir reglas fuera de las autonomías legislativas de cada nación. El legalismo es una manera que tienen los políticos de absolverse a sí mísmos de toda responsabilidad cuando las cosas salen mal: “estábamos solamente siguiendo las reglas”.

Siguiendo las reglas es la manera de evitar tener que ejercer el juicio propio, el raciocinio. De esta manera las reglas complementan la despolitización propia de las teorías de globalización. Si una fuerza global desnuda un estado nacional, adherirse a las reglas internacionales le provee una modesta hoja de parra para cubrirse su obligación de gobernar.

En un reporte especial sobre el rol del cambio en los estados, en 1997, el Banco Mundial resumió este pensamiento dominante cuando pidió restricciones tanto a los gobiernos nacionales como internacionales (10). El informe aseveraba que está “generalmente aceptado” que en algunas áreas de toma de decisiones se requiere “aislarse de la presión política”. No estaba claro por quiénes estaba “generalmente aceptado”. Sin lugar a dudas, entre los globalistas, más que entre gente a la que el poder quiere aislar.

En este espíritu, el Banco Mundial sugirió que los países refuercen “los instrumentos formales de sujeción” a través de los cuales sea más efectiva la separación de los poderes y la “independencia judicial” (11). Se aclaró que es las “áreas técnicas y tan sensibles como la de política económica” debe de haber protección para quienes toman decisiones frente a la presión de los lobbies (12).

Esta propuesta blinda a los funcionarios de política económica de las influencias democráticas. Lo expresan como “un retiro del estado”, pero aspiran a un estado más “efectivo” a través de una “redefinición de la gobernancia global”. Para el Banco Mundial “revigorizar las instituciones públicas” significa diseñar reglas efectivas y restricciones para frenar las acciones “arbitrarias” de los estados (13).

“Revigorizar" suena como una noción positiva pero implica restringir el control del público. El Banco Mundial no tiene frenos para llevar esa interpretación a la práctica. Al principio de los años ‘80 el BM aplaudió al régimen militar de Pinochet por sus reformas regulatorias en la industria de la telecomunicación.

El globalismo, entonces, es conformado no por su ausencia de fronteras o su antiestatismo. Más bien, por su aversión a la democracia y las formas nacionales por las cuales se ejercita.
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"Creative Destruction: How to Start an Economic Renaissance", "La Destrucción Creativa: Cómo empezar el Renacimiento Económico", es el último libro de Phil Mullan, publicado por Policy Press.
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(4) ‘“The Rule of Law” as a Concept in Constitutional Discourse’, by Richard Fallon, Columbia Law Review, Vol 97, 1997, p97

(5) ‘The Rule of Law: An Unqualified Human Good?’, by Morton Horwitz, Yale Law Journal, vol 86, 1977, pp561, 566

(6) Colonial Policy and Practice: A Comparative Study of Burma and Netherlands India, by John Furnivall, Cambridge University Press, 1948

(7) ‘On Why Liberal Democracy Is In Trouble’, by Francis Fukuyama, National Public Radio, Morning Edition, 4 April 2017

(8) Governing the World: The History of an Idea, Mark Mazower, Penguin, 2013, p 404

(9) ‘Friedrich Hayek: An interview’, El Mercurio, 12 April 1981

(10) World Development Report 1997: The State in a Changing World, World Bank, 1997

(11) Ibid, pp109, 117

(12) Ibid, pp8, 116-17

(13) Ibid, p3

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