COMERCIALIZACIÓN HORTÍCOLA


Autor: Marcelo Posada (@mgposada)


En anteriores artículos de esta serie abordamos los circuitos productivos de determinados productos, tanto animales como vegetales. En esta ocasión, en cambio, nos centraremos en un tipo específico de producción como es la horticultura, y dentro de ella, en una fase clave de su cadena productiva: la de la comercialización.

Al igual que ocurre con otras muchas producciones agroalimentarias y agroindustriales, las estadísticas que se ocupan del sector hortícola son fragmentarias, están severamente desactualizados y, en muchas ocasiones, son confusas, englobando, por ejemplo, la producción de legumbres junto a la de hortalizas, lo cual lleva a distorsionar la imagen cuantitativa que se construye del sector.

La producción hortícola (comprendiendo los 31 principales productos [1]) se distribuye en prácticamente todo el país, con mayor o menor extensión o densidad de explotación. Estimaciones extraoficiales recientes consideran que la superficie bajo producción hortícola ronda las 240.000 ha., generando un volumen anual de, aproximadamente, algo más de 7 millones de toneladas. La horticultura, aunque ocupe menos del 1% de la superficie agrícola nacional, posee gran relevancia por el valor generado por unidad de superficie, por la intensidad de uso de los factores de producción y por la incidencia de esa producción en la estructura de la dieta cotidiana de los argentinos.

Pese a la diversidad de productos involucrados en la horticultura, ocho concentran el 65% de la producción: papa, tomate, cebolla, batata, zapallo, zanahoria, lechuga y ajo, al tiempo que otros seis cultivos representan otro 20% del total: acelga, mandioca, zapallito, choclo dulce, berenjena y pimiento.


Desde el punto de vista territorial, en Argentina se identifican seis grandes regiones hortícolas: Noroeste, Noreste, Central, Andina, Patagónica y Litoral Pampeana. En ellas se llevan adelante diferentes estrategias productivas según el tipo de horticultura que mejor se adapta a las condiciones agroclimáticas, a la dotación de infraestructura con que cuenta la zona, a la disponibilidad de insumos y servicios requeridos, y en particular, a las características del mercado al cual se destina la producción [2].

Si bien se han definido múltiples clasificaciones de producciones hortícolas, un panorama sencillo permite señalar que sobre aquellas seis grandes regiones productoras de Argentina, los sistemas presentes son los siguientes:

1) Los denominados “cinturones verdes”, es decir, aquellas tierras que rodean las principales ciudades y que se destinan a la producción hortícola, enfocándose en el cultivo de hortalizas perecederas, que requieren de un breve intervalo entre la cosecha y el consumo en fresco. Se trata, en general, de pequeñas explotaciones (con variaciones, según la zona, de entre 1,5 y 10 ha.) que implantan diferentes especies (con un promedio, según la zona, de hasta 10 de ellas). Estas explotaciones tienen una organización basada en la mano de obra familiar, estructuradas mayormente bajo la modalidad de mediería (si bien también se detectan arrendamientos). En estas unidades de producción se ha verificado un cambio sustancial en la organización del trabajo a partir de fines de la década de 1980 cuando se hizo mayoritaria la presencia de horticultores de origen boliviano.

Al interior de estos “cinturones verdes” (como los que rodean al Gran Buenos Aires, a Córdoba o a Rosario, por ejemplo) se detectan, a su vez, tres tipos de explotaciones: por un lado, la horticultura a campo, que es la más tradicional, y que engloba aproximadamente al 40% de los productores; por otro, la horticultura en invernáculo, que es la que se desarrolla bajo estructuras específicas y con prácticas culturales determinadas para la obtención de una producción de mayor volumen y calidad, que es practicada en forma exclusiva solo por el 5% de los horticultores; y finalmente, la horticultura mixta, que combina cultivos a campo y cultivos bajo invernáculos, con el 55% de los productores de estos “cinturones verdes”.
Las principales producciones practicas en estas áreas son tomate,  pimiento,  apio,  lechuga,  espinaca,  acelga,  chaucha, remolacha, alcaucil, zapallito, frutilla, berenjena y repollo.

2) Las zonas hortícolas especializadas, que son aquellas que si bien generalmente destinan su producción a consumo en fresco, como la de los “cinturones verdes”, se lleva adelante en tierras más alejadas de los grandes mercados, con menor valor fundiario o con requerimientos específicos de suelo o clima.

Se trata, en general, de explotaciones de mayor tamaño que las del anterior tipo, donde se combina el uso de mano de obra familiar con, eventualmente, la contratación de asalariados temporarios. Se distribuyen en las distintas regiones productivas y se concentran en las denominadas “producciones primicia”, es decir, que llegan al mercado de colocación antes que el grueso de ese producto obtenido en las áreas más cercanas a dicho mercado. Básicamente, se produce en sistemas a campo o mixtos (según el producto) tomate, pimiento, ajo, cebolla, sandía, melón, zapallo, etc.


3) Las áreas de horticultura extensiva, con explotaciones de mayor tamaño (más de 30 ha.), no exclusivamente hortícolas y organizadas, básicamente, con mano de obra asalariada. Desde el punto de vista hortícola se concentran en una especie, tanto para consumo en fresco (pero que no son perecederos, como la papa) o bien, destinados al procesamiento industrial (tomate, choclo dulce, etc.).

Este tipo en particular de producciones hortícolas tiene la característica de ser operada, en muchas ocasiones, a partir de contratos de producción, por los cuales el horticultor produce un bien determinado, con características específicamente pautadas de antemano, y se asegura el pago, por parte de la industria contratante, de un monto determinado, más allá de las fluctuaciones momentáneas del mercado [3].

A lo largo de las últimas dos décadas y media la horticultura nacional redujo la superficie cultivada pero, a la vez, incrementó el volumen de producción obtenida gracias a la incorporación de innovaciones tecnológicas, principalmente nuevas variedades de semillas, mayor y mejor utilización de fertilizantes, difusión de prácticas y equipos de riego por goteo y la ya mencionada producción bajo invernáculos. De este modo, el volumen obtenido permite el abasto nacional sin, prácticamente, importaciones relevantes: el 93-95% de la producción se destina al mercado interno y se exporta el 7-5%, básicamente cebolla, ajo y papa.

El mencionado cambio tecnológico en la fase productiva de la horticultura no tuvo su correlato en la modernización (y consiguiente eficientización) de los mecanismos comerciales en las fases subsiguientes, más allá de algunos adelantos puntuales o de la difusión limitada de la ya mencionada horticultura por contrato.


Al tratarse de una producción que se consume mayoritariamente en fresco (más del 80%), la fase de la comercialización hortícola tiene una importancia central. Su estructura es sumamente heterogénea, coexistiendo y superponiéndose diversos canales y agentes comerciales hasta llegar al consumidor final.

Desde el punto de vista del productor hortícola, existen dos grandes formas de comercialización, la directa y la indirecta. La directa es la que efectúa el propio productor, adoptando distintas modalidades:
a) vendiendo al por mayor o por menor en su propia quinta (“venta en tranquera”)
b) trasladando él mismo su producción a los mercados concentradores y vendiéndola en las denominadas “playas libres” [4].
c) llevando su producción a las ferias francas, tanto organizadas espontáneamente por los mismos productores, o bien estructuradas con motivo de una acción pública (municipal, provincial, o nacional)
d) efectuando la distribución y venta a puestos minoristas asentados en las urbanizaciones cercanas a su quinta

La venta indirecta es la que efectúa el productor hortícola cuando remite su producción a un agente (consignatario) que toma la mercadería “en consignación”, vendiéndola por cuenta y orden del remitente en el mercado concentrador en el que opera, y cobrando por ello una comisión y determinados gastos. Se trata de la modalidad comercial de mayor difusión y de más larga trayectoria en el mercado hortícola nacional. En ella, el productor carece prácticamente de todo elemento de contralor sobre el precio obtenido por su mercadería, a la par que tampoco controla con precisión qué gastos (acondicionamiento, envases, etc.) le cobra el consignatario. La transparencia en estas operaciones es muy baja, dificultándose conocer los precios efectivamente obtenidos (se efectúa la llamada “venta al oído”), generando que los ingresos de los productores sean mucho más bajos que por otros mecanismos, pero que, sin embargo, reportan muy pocos costos de transacción para ellos: cosechan, remiten y esperan el cobro de la mercadería una vez vendida.


Además del productor y del consignatario, otros agentes intervienen con mayor o menor preponderancia en la comercialización hortícola. Uno de ellos es el acopiador, quien compra la producción al quintero y luego la vende en el mercado concentrador a los minoristas o distribuidores que concurren al mismo, o bien la vende a otras figuras que van adquiriendo, paulatinamente, mayor relevancia: por un lado, el comprador de las cadenas de supermercados, y por el otro, el comprador de las plataformas logísticas [5].

Si bien en algún momento (a inicios de los años 2000) algunos supermercados intentaron entablar compras directas con productores hortícolas, debido a los costos emergentes de dicha modalidad fueron decantándose por operar con intermediarios. Estos agentes compran la mercadería –según los parámetros de calidad demandados por las cadenas supermercadistas- y la venden a dichas cadenas. Asimismo, venden también a otros agentes compradores: los distribuidores especializados en el abastecimiento a los negocios de restauración, y las empresas de catering o restauración institucional (comedores de grandes empresas, establecimientos públicos, etc.).

Las plataformas logísticas, por su parte, son organizaciones empresarias de presencia más reciente y de menor inserción real en la dinámica de la cadena hortícola. Se trata de empresas que agregan valor a los productos a través de la prestación de diferentes servicios: recepción y control de la mercadería, almacenamiento climatizado, acondicionamiento, maduración, empaquetado, preparación de lotes, distribución, manejo de envases y residuos, etc. Si bien prestan servicios a las cadenas de supermercados, también interactúan con otros agentes, como las firmas de restauración de gran escala (cadenas, instituciones, etc.) [6].

Distintas estimaciones consideran que entre un 25% y un 30% de la producción hortícola consumida en fresco se canaliza a través de las cadenas de supermercados (lo que relativiza, como se indicó, el peso de los compradores y de las plataformas antes mencionadas), y el resto se comercializa a través de los tradicionales puntos de expendio (las “verdulerías”). Esta situación es relevante porque en forma directa, a través de los propios titulares de esos negocios, o en forma indirecta, a través de distribuidores que abastecen a esas verdulerías, el grueso de las hortalizas consumidas en fresco tienen un paso asegurado por los mercados concentradores.

Hacia finales de la década de 1960 comenzó a planificarse desde el Estado la modernización de los sistemas de abasto de productos en fresco, principalmente hortalizas y frutas, prestando especial atención al Area Metropolitana [7]. Así, en 1971 se sanciona la Ley 19.227 que asienta las bases para la futura creación del Mercado Central de Buenos Aires [8]. En ese momento existían unos 23 mercados concentradores en Capital Federal y el Gran Buenos Aires, y la idea del gobierno fue concentrar en uno solo todo el proceso que implicaba el abasto, tanto a nivel de control de sanidad e inocuidad alimentaria, como así también a nivel fiscal y, complementariamente, como un factor que sirviese para el ordenamiento ambiental en las áreas donde estaban asentados los mercados hasta ese momento. Desde mediados de la década de 1970 comenzó a construirse lo que es hoy el Mercado Central de Buenos Aires, que fue inaugurado y puesto en funciones en octubre de 1984, para lo cual se debió dictaminar la obligatoriedad del cierre de la amplia mayoría del resto de los mercados del Area Metropolitana [9].


La experiencia generada con esta medida (cierre compulsivo de unos mercados, la obligatoriedad de pasar toda la mercadería por un mismo punto) es un buen ejemplo de cómo la realidad concreta, el accionar colectivo se sobrepone a las decisiones burocráticas públicas por mejor intencionadas que éstas estén.

Pese a la prohibición de su funcionamiento, algo más de una docena de mercados concentradores de pequeña y mediana escala continuaron funcionando en el Gran Buenos Aires, más allá de la presión política nacional por desmantelarlos. La demanda de la existencia y el funcionamiento de mercados concentradores en distintas áreas, generó la oferta de servicios de los mismos. Frente a esta realidad, el propio Estado nacional debió aceptar y permitir, en 1993, el funcionamiento de otros mercados concentradores en el Area Metropolitana [10].

Actualmente, en el país funciona medio centenar de mercados concentradores de hortalizas, algunos de gran escala, como el mencionado Central de Buenos Aires o el de Córdoba, por ejemplo, y otros de dimensiones variables, entre medianos (como el de Mendoza o Mar del Plata) y chicos (como los denominados “mercados bolivianos” de Luján o Escobar).

Esta dispersión de los puntos focales del comercio hortícola, pero en particular en el Area Metropolitana que consume más de un tercio del total de esos productos comercializados, genera un desafío al Estado en tanto que policía sanitaria alimenticia. A través del SENASA, el Estado Nacional debe asegurar la sanidad e inocuidad de los productos alimenticios que se transan en el mercado, antes de que lleguen a la mesa del consumidor. De concentrarse en un punto (la idea original del Mercado Central de Buenos Aires para esa Area Metropolitana, por ejemplo), los costos operativos del control a efectuarse serían mucho más bajos que los derivados de efectuar controles en múltiples mercados [11].

Sin embargo, los agentes del mercado optan por una distribución multipolar, fundados en motivos diversos: cercanía a las zonas productoras; cercanía a los mercados de consumo; accesibilidad vial; dotación de infraestructura y de servicios logísticos; etc. En tanto esto, el Estado deberá adecuarse a los requerimientos de los privados para, a su vez, cumplir su función de policía sanitaria, o bien deberá definir e implementar incentivos que estimulen a los agentes a redireccionar sus flujos transaccionales a una menor cantidad de mercados concentradores.

Aún cuando muchos analistas del sector prestan atención a las innovaciones logísticas, a las demandas cambiantes, tanto intermedias (de los supermercados, por ejemplo) como finales (de los consumidores), y a los procesos de modernización que observan en los mercados concentradores de Europa, lo cierto es que en Argentina el panorama actual no es muy diferente del de hace dos décadas a nivel de la comercialización hortícola, y que se hace necesario conocerlo plenamente para poder actuar en condiciones de asegurar la sanidad e inocuidad al consumidor, pero sin afectar operativa ni financieramente al productor y/o al comercializador.

En vez de alinear los incentivos en esa dirección, el Estado, a través del SENASA trabajando conjuntamente con la AFIP, implementa una política de “control fiscal”, concibiendo la idea de que al “controlar” al comercio hortícola se generan responsabilidades sanitarias por parte de los productores y operadores de ese comercio [12]. Esta perspectiva que, en definitiva, redunda en una mayor presión fiscal sobre esos agentes, solo incentiva a la dispersión operativa, en busca de aliviar la carga fiscal que apareja operar bajo ese control, y con ello, impide el correcto ejercicio del poder de policía sanitaria alimenticia por parte del Estado.


La comercialización hortícola argentina podrá estar “atrasada” en términos de la evolución registrada en el sector en los países de la Unión Europea, por ejemplo, pero en realidad, la configuración comercial en múltiples mercados concentradores y aún muchos más puntos de venta minoristas, es una consecuencia de las estrategias adaptativas que desarrollan los agentes intervinientes para hacer frente a las condiciones económicas y financieras en que deben operar en el país (al igual que sucede en otros muchos sectores de actividad).

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Agradecemos la difusión del presente artículo:  







[1] Acelga; ajo; alcaucil; apio; batata; berenjena; brócoli; cebolla; cebolla de verdeo; chaucha; choclo dulce; coliflor; espárrago; espinaca; frutilla; lechuga; mandioca; melón; papa; pimiento; puerro; rabanito; radicheta; remolacha; repollito de Bruselas; repollo; rúcula; sandía; tomate; zanahoria; y zapallo.
[4] Espacios especialmente asignados en los principales mercados concentradores, donde los horticultores de pequeña escala pueden vender su propia producción en forma directa, sin necesidad de poseer un puesto de venta en ese mercado.
[5] Un tipo particular de agente de más o menos reciente expansión es el que compra mercadería directamente a los horticultores, la acondiciona en un packaging particular y la distribuye puerta a puerta entre los consumidores, apelando a rasgos de calidad diferenciada de esa mercadería (ser de temporada, ser mínimamente tratada, ser fresca, ser orgánica, etc.).

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