EL SOFÁ Y EL DIVÁN

 ¿Qué sucedería si comprobáramos que se produjo una transformación irreversible, que el hombre se convirtió en otro?


Nota original: https://gauchomalo.com.ar/sofa-divan/

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

¿Cómo pudo ocurrir que las sociedades occidentales, y especialmente sus clases medias que habían sido las protagonistas y las principales beneficiarias del apogeo de la democracia republicana y la economía de mercado, desertaran justamente de ese protagonismo y entregaran la plaza -nunca más apropiado el término- a unas élites que rápidamente aprendieron a manipularla en su propio beneficio? ¿Qué poderosas incitaciones la distrajeron de la cosa pública, atraparon su interés y monopolizaron su atención? ¿Qué mutaciones inesperadas le alteraron el rostro y le desviaron el rumbo?

La respuesta a estas preguntas puede ayudarnos a entender muchas dolencias de nuestra sociedades, comenzando por la visible degradación de la democracia y el mercado, esas dos columnas de nuestra vida en común, e incluso sugerirnos un camino para su sanación, si es que tal cosa todavía es posible. Para encontrarla debemos viajar en el tiempo hasta la dorada década de 1960, incubadora de las transformaciones cuyos resultados hoy nos asombran y paralizan. Apenas aterrizados, encontramos las primeras pistas en unas piezas de mobiliario muy de moda desde entonces y de apariencia inocente, más asociadas a la permanencia que al cambio: el sofá y el diván.

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La televisión invadió los hogares en la década de 1960, se instaló en la sala frente al sofá y lo cambió todo. No hablo de estilos de entretenimiento ni de calidades de programación. Hablo de un cataclismo que alteró la naturaleza humana y trastornó la cultura occidental, un salto de un mundo verbal amasado a lo largo de miles de años a otro dominado por la imagen en el que no logramos hacer pie, en buena medida porque la continua renovación tecnológica no le ha permitido encontrar aún su configuración estable.

Los estudiosos de los fenómenos sociales lo advirtieron en su momento, y enseguida hicieron sonar las alarmas. El canadiense Marshall McLuhan iluminó el camino al llamar la atención sobre la capacidad de los medios de comunicación para moldear, por su propia naturaleza y con independencia de los contenidos que se transmitieran a través de ellos, todos los aspectos de la personalidad y la cultura. “Los medios nos transforman por completo”, dijo, “no dejan parte alguna de nosotros sin tocar, sin afectar, sin alterar”.

Las transformaciones impuestas por la televisión son demasiado vastas y complejas como para considerarlas aquí. Digamos rápidamente que la televisión trastornó la manera como nos representamos el mundo, como nos ubicamos en tiempo y espacio en ese mundo, y como interactuamos con él. El pasaje de una cultura basada en la palabra a una cultura visual mutiló nuestra capacidad de discernir, reflexionar y actuar hasta convertirnos en una suerte de baldados sociales, de analfabetos funcionales, de bárbaros de nuevo cuño.

La palabra es un fenómeno social, es acción, intercambio y reflexión. La palabra permite el pensamiento abstracto, sobre el que se apoya la inteligencia superior de la especie. Poseemos un fino repertorio de filtros y controles, elaborado a través de los siglos, para someter a crítica el flujo de las palabras, para tasar esa moneda de intercambio espiritual. La imagen es la reproducción mental de algo que está afuera, es individual, intransferible e inapelable: “ver para creer”. La imagen nos deja mudos y solos. Atónitos, esto es sin tono muscular; emocionados, esto es movidos fuera de nosotros.

El ciudadano dejó de acudir al comité o al mitín político porque le resultaba más cómodo ver las discusiones y las arengas por televisión, arrellanado en su sofá, a resguardo además de cualquier compromiso al que habría debido ponerle el cuerpo de haber estado presente. El político dejó de acudir al comité o al mitín y prefirió hablarle a la cámara de televisión, que le garantizaba mayor audiencia y lo protegía de abucheos o pedidos de explicaciones. Entre el político y el ciudadano comenzó a forjarse un nuevo tipo de relación, menguada en términos de acción y reflexión pero intensa en términos afectivos y emocionales.

En una nota reciente, titulada “El debate Kennedy-Nixon y el inicio del triunfo de la imagen sobre la palabra”, el embajador Mariano Caucino recordó: “Nixon ganó el debate entre quienes lo siguieron por radio, quienes advirtieron cuánto más capacitado estaba tanto en la agenda doméstica como en política exterior. En cambio, Kennedy emergió como el ganador aparente para quienes vieron el debate por televisión, quienes prestaron más atención a lo que veían que a lo que escuchaban.” Kennedy se había mostrado juvenil y elegante; Nixon, cansado y desprolijo. El público no reflexionó sobre el futuro presidente, se enamoró del futuro presidente.


Ese episodio de hace sesenta años ilumina otro ocurrido hace pocas semanas en el mismo escenario: los Estados Unidos se vieron estremecidos por una oleada de violencia luego de que la televisión mostrara la agonía de un negro drogado al que un policía mantenía inmovilizado en el suelo, presionándole el cuello con una rodilla. La crónica escrita revelaría más tarde que, según la autopsia, el hombre no murió por asfixia sino por sobredosis, y que el policía no había hecho más que seguir el procedimiento de rutina para sujetar a un intoxicado. La televisión mostró, y el público vio, violencia policial contra los negros. Y muchos salieron a la calle enfurecidos.

La palabra sustituida por la imagen; la vida política convertida en espectáculo, los políticos en actores y los ciudadanos en espectadores; el vibrante mitín reducido a una luz roja que se enciende en la cámara de TV para alertar que del otro lado hay una platea dispersa en innumerables sofás, con el juicio en suspenso y las emociones a flor de piel, lista para hundirse más en el asiento o para lanzarse a las calles transfigurada y allí expresar su júbilo o su ira. Lista para ser manipulada.

No fue la palabra de los enardecidos agitadores anarquistas y socialistas del siglo XIX la que encendió la revolución –otra clase de revolución, es cierto: una revolución de la ignorancia y de la incapacidad de pensar, una involución– sino las imágenes de los medios de comunicación capitalistas del siglo XX.

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A los dos lados del Atlántico, el Occidente cristiano parece mayormente entregado, carente de iniciativa, agotado el espíritu y muda la palabra

A comienzos de este siglo no eran pocos los politólogos que pronosticaban un inminente choque de civilizaciones entre el Occidente cristiano y el mundo islámico. Desde que Rusia aplastó los focos más radicalizados del islamismo militante, la profecía parece haber perdido hoy su perfil bélico pero no su verdad esencial: silenciosa pero incesantemente, miles y miles de musulmanes invaden las ciudades de Europa, y trastornan su perfil, su etnia y su cultura. Nadie comprende la falta de reacción, la resignada pasividad de un continente cuyo espíritu parece replegarse tras las amuralladas fronteras de Polonia y Hungría.

En la sección transatlántica de Occidente la amenaza es distinta y viene de Oriente, como un reto a la supremacía en el norte de América, como una penetración económica tan sigilosa como estratégica en el sur. Como Polonia y Hungría, los Estados Unidos refuerzan sus muros y se preparan para resistir; al norte y al sur de la tierra de los bravos y de los libres prevalecen la indiferencia o la complicidad. A los dos lados del Atlántico, el Occidente cristiano parece mayormente entregado, carente de iniciativa, agotado el espíritu y muda la palabra.

Pero los aguerridos mahometanos o los astutos estudiosos de Confucio no son la causa de su ruina, sino más bien oportunistas que se abalanzan sobre los despojos. El Occidente cristiano está inerme porque ya libró su guerra de religión y la perdió. Una guerra desatada un siglo atrás, desde el diván que un médico austríaco había instalado en su consultorio, un charlatán que prometía sanar las almas y curar los espíritus, que rechazaba la ya desprestigiada calidad de profeta pero reclamaba para sí los codiciados atributos del científico, el sumo sacerdote de la modernidad.




La psicología de matriz psicoanalítica promovida por Sigmund Freud se convirtió en la nueva religión de Occidente y reemplazó al cristianismo como la clave convencional para penetrar en los misterios de la existencia y descifrar el enigma del mundo. La inmanencia reemplazó a la trascendencia, el individualismo a la grey; se mantuvo la confesión, pero sin arrepentimiento ni castigo. Uno y otro habían perdido su razón de ser: ya no había pecado, original ni copia. Un profesor de Basilea, Friedrich Nietzsche, lo había anticipado: “Muerto Dios, todo está permitido”. El médico vienés enseñó la manera de tramitar los permisos, y cobrar por el servicio.

La nueva religión comenzó como un culto de artistas e intelectuales, que ya se habían aburrido de las sesiones espiritistas y otras prácticas ocultistas muy en boga un siglo atrás. Siguiendo un circuito conocido, pasó a ser comentada en los mensuarios ilustrados de la élite, y estalló en la década de 1960 con los medios de comunicación de masas, misioneros de una fe que convierte a cada uno en dios de sí mismo. Hasta tal punto lo impregnó todo, que nuestro lenguaje cotidiano está plagado de términos propios de la jerga psicoanalítica: trauma, sublimación, autoestima, negación, onírico, histeria, narcisismo, gratificación. Hay más.

Pero el legado de esta religión va mucho más allá de las palabras. Se lo advierte en la estructura mental y el comportamiento de las generaciones criadas bajo su magisterio: la obsesión por el yo, el pasado y lo inmediato, la imposibilidad de establecer vínculos con los otros, de imaginar un futuro, de postergar la satisfacción hasta que le llegue su oportunidad. Se lo advierte en la conducta económica y política, en el consumismo insaciable y en la identificación con un progresismo cuyas banderas lucen los colores del psicoanálisis: desde la permisividad educativa y el garantismo judicial, a la ideología de género. Se lo advierte en la renuencia al compromiso y el esfuerzo, en el culto absoluto y dominante del sí mismo, que ignora a los demás, que los arrolla.

No fueron Marx y la clase obrera quienes derrotaron al Occidente cristiano, democrático y capitalista, sino Freud y la clase media.

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Si el hombre occidental se convirtió en otro, difícilmente su sociedad pueda seguir siendo la misma.

“¿Qué ocurriría si comprobáramos un día que se produjo una transformación irreversible, que, sin darse cuenta, el hombre, por decirlo de algún modo, se convirtió en otro?”. Si la pregunta nos incomoda es porque no le prestamos atención hace más de medio siglo, cuando los politólogos franceses Gilbert Cohen-Séat y Pierre Fougeyrollas la plantearon en su libro sobre la influencia del cine y la televisión. Los que cruzamos la barrera de los cincuenta y por diversas razones estamos contacto frecuente con los nacidos a uno y otro lado de la frontera entre los siglos, no tenemos duda alguna de que el hombre se convirtió en otro.

¿Cómo explicar las grietas que fracturan las sociedades occidentales, sino por la incapacidad para hablar y razonar, para entender y darse a entender? Emojis. Memes. Ahre. ¿Cómo explicar el consumo como modo de relación por excelencia entre seres humanos, sino por el mandato imperioso y perentorio de satisfacer la necesidad o el capricho? Pedidos Ya. Quiero. Tinder.



Más que convertirse en otro, el hombre parece retroceder aceleradamente a estadios primitivos de su evolución: el psicologismo lo devuelve en lo personal a la etapa del infante; la cultura de la imagen remite a la etapa preverbal su capacidad de comprender, las dos cosas sumadas lo hacen extremadamente vulnerable a las manipulaciones. La docilidad irreflexiva con que las masas aceptaron este año la idea de que el mundo era azotado por una pandemia mortal, la disposición igualmente irracional a abrazarse a la primera vacuna que venga acompañada por algún relato “científico” son indicios de que aquí estamos frente a algo mucho más grave que un debate ocioso entre apocalípticos e integrados.

¿Acaso alguien cree posible volver a poner en pie un orden republicano en nuestras sociedades, en nuestra pobre Argentina azotada por vientos despiadados, cuando los ciudadanos informados y responsables que son su condición de posibilidad se han vuelto peleles quejosos y exigentes, veletas emocionales con limitada o nula capacidad de comprensión y de expresión, temerosos y sumisos como ovejas?

Si el hombre occidental se convirtió en otro, difícilmente su sociedad pueda seguir siendo la misma. O muta hacia algo que no conocemos, y preferiríamos no imaginar o, si nuestros amigos franceses estaban equivocados y el cambio es reversible, se somete a un proceso de rehabilitación. Para que ese proceso pudiese conducirse en un ámbito de libertad se necesitarían liderazgos de una calidad que en este momento no parece abundar. Y por otra parte, las élites mundiales no parecen preocupadas ni disconformes con el estado de las cosas. Se diría que lo alientan.

–Santiago González

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