LOS LÍMITES DEL SANITARISMO


Autor:  Lohengrin (@Lohengrin82)


Recientemente fue sancionada una ley en el Congreso que declara de interés público la adquisición de vacunas contra el COVID-19, permitiendo al Estado que negocie ciertas cláusulas excepcionales con los laboratorios que fabricarían dicha vacuna. Entre otras cosas, habilita que se negocie una prórroga de jurisdicción, o sea la posibilidad de pactar los tribunales judiciales o arbitrales en los cuales se deberán juzgar los eventuales conflictos que surjan de esos contratos. En pocas palabras, que los problemas que surjan con la aplicación de la vacuna en este país, se diluciden en tribunales distintos a los de este país. Más aún, se pueden establecer cláusulas de indemnidad patrimonial y diversas cláusulas de confidencialidad (esto último, algo común en el mercado internacional de vacunas). Por último, pero no menos importante, prescribe que la campaña de vacunación será obligatoria.

Mientras todo esto ocurría en el Congreso, desde el Ministerio de Salud ciertos funcionarios planeaban campañas de vacunación imaginarias, diciendo que comenzarían en diciembre, cuando no se sabe a ciencia cierta en qué momento pueden estar disponibles. Ni siquiera se sabe si van a existir. Todo eso me hizo recordar la escena de la película «La Caída», en donde Hitler, a punto de perder Berlín, mueve ejércitos imaginarios y se lamenta de haber perdido los campos petrolíferos de Rumania.

Todo esto que ocurre, que ronda entre lo terrible, lo trágico y lo gracioso, no es más que la coronación de toda una serie de hechos a nivel mundial que han acontecido en esta crisis del COVID-19, hechos que nos parecerían inauditos si no nos hubiésemos acostumbrado a ellos, a los que enumeraré:

Vimos durante el verano cómo una enfermedad respiratoria, similar a la gripe, atacaba ciertas ciudades chinas. Las inmensas aglomeraciones de personas viviendo hacinadas y el pésimo medio ambiente en dichas ciudades (en donde la contaminación del aire no deja ni ver el sol) ayudan a que las enfermedades respiratorias sean especialmente dañinas. Vimos también cómo el régimen chino enfrentó este problema con su común brutalidad, tan admirada por personas que añoran el autoritarismo en estos países, por aquellos que lo añoran siempre que no sean ellos los tratados con brutalidad. Es más, por aquéllos que lo añoran siempre que sean ellos los que pueden tratar con brutalidad a los demás.

Semanas después, esta enfermedad se diseminó por Europa. Al principio, los líderes europeos trataron el problema con la indolencia que caracteriza a un continente y una civilización en decadencia. A los pocos días, comenzaron a llegar a los periódicos imágenes de terapias intensivas rebosantes de gente (algo habitual en todos los inviernos). Incapaces de tolerar que se vea que los sistemas de salud pública de los que tanto se congratula son un tigre de papel, buscaron enfrentar el problema con medidas inusitadamente restrictivas. Inmediatamente, todos los poderes económicos, políticos, mediáticos, se alinearon en un único discurso: “estamos peleando con un enemigo terrible, si no te quedás en tu casa no solo te ponés en peligro de muerte, sino que estás asesinando a tus vecinos”.

Surgió un nuevo núcleo de gobernantes: grupos de médicos que vieron la posibilidad de rediseñar la sociedad y reconvertirla en un hospital aséptico, una sociedad con un grado tal de aislamiento y de limpieza en la cual no se propagarían las enfermedades. Una sociedad con tanto miedo de morirse que ya no existiría el delito, las peleas, los roces. Ya lo dijo el Presidente: «Cuando las personas se quedan en su casa, el mundo es mejor, el agua es más limpia y el aire es más puro». ¿Las personas que no tienen casa? No importan. ¿Las personas que pierden el trabajo? Tampoco. ¿Los depresivos, los que viven en hogares disfuncionales? Mucho menos. 

También asistimos al espectáculo de muchos nostálgicos de los totalitarismos del siglo XX vaticinaban el fin del capitalismo, todo por culpa de un virus con una mortalidad ínfima. Expertos en geopolítica que rediseñaban en su imaginación el orden mundial y comparaban jóvenes muertos en una guerra con muertos en geriátricos por neumonía. Mientras siguen esperando el fin del capitalismo, las empresas tecnológicas rompen todos los récords de ganancias.

De un día para otro se prohibió todo tipo de vida social, incluso con la familia cercana. Se prohibió todo tipo de trabajo, excepto a los que tienen el privilegio burgués de poder trabajar a distancia. Todo cine por fuera de Netflix, toda reunión de amigos por fuera del Zoom, toda sesión de gimnasia fuera de Adidas Training, toda compra fuera de Ebay, todo prohibido. La posibilidad de aprender algún conocimiento práctico también fue prohibida: la enseñanza a distancia solo es útil en materias teóricas. Aceptamos mansamente al espectáculo periodístico favorito de estos meses: el escrache al ciudadano que no se sometía a las nuevas normas sociales. El que festejaba un cumpleaños con sus amigos era un asesino diseminador de enfermedades. El que se atrevía a jugar al fútbol en un potrero, un terrorista. Cientos de ciudadanos tomaron gustosos el papel de delatores de amigos y vecinos, denunciando a aquéllos que no se sometían a esta “nueva normalidad”, este mundo feliz huxleyano, aséptico, protocolizado, aislado (pero sin soma, todavía). Y el signo más visible y revelador de todo esto es el barbijo: un pedazo de tela de cualquier tipo que debe usar todo buen ciudadano, siguiendo la recomendación de la inefable OMS, recomendación que contradecía otra recomendación que hizo esa misma organización un par de semanas antes. La sonrisa con la que nos saludábamos con los transeúntes al cruzarnos por el barrio fue reemplazada por la mirada de horror detrás de una escafandra de plástico y la regla de la distancia social, calculada a ojo.

Y los protocolos. Hojas y hojas de protocolos, aquellos permisos que tramita la gente que tiene la osadía de pedir que se la deje trabajar para llevar algún plato de comida a su hogar. A regañadientes es otorgado ese permiso por el comité de infectólogos (el Comité de Salud Pública del Terror revolucionario) con la condición de cumplir hojas y hojas de normativas especiales, que muchas veces hacen imposible el trabajo. El no cumplir los protocolos lo convierte a uno en un terrorista sanitario, pasible de sanciones penales dictadas por decreto y de escraches televisivos, en medio de pedidos de renuncias al respirador salvador.





EL SANITARISMO…

La enfermedad es un hecho común en el ser humano. La enfermedad infecciosa, además, tiene la característica de que circula entre distintas personas (algo que no ocurre con la mayoría de los cánceres o de los problemas cardíacos). Con el desarrollo de la agricultura y el nacimiento de las primeras ciudades, las aglomeraciones de personas aumentaron y las enfermedades infecciosas se hicieron más comunes. El desarrollo de la ganadería nos hizo relacionarnos con animales. Al vivir cerca de ellos, muchos de sus gérmenes tuvieron la capacidad de “saltar” al ser humano, desarrollándose así nuevas enfermedades. Las pestes podían diezmar ciudades e incluso países y producían un enorme temor en personas que no sabían cómo se generaban ni desarrollaban. Muchas de ellas cambiaron la Historia: la Peste de Atenas que segó la vida de Pericles, la Peste de Marco Aurelio, la de Justiniano, la Peste Negra que terminó con el feudalismo como sistema económico. Ese temor continúa, siendo constantes las películas y los libros de estilo milenarista, profetizando el fin de la humanidad por una enfermedad.

Con la explosión de la ciencia durante el siglo XIX y el desarrollo de la teoría de los gérmenes de Pasteur, surgieron nuevos modelos que buscaban enfrentar a las epidemias antes de que estas pudiesen hacer un daño intolerable: fue el desarrollo del sanitarismo. Guiado por el positivismo y por la ciencia médica, buscaba, a través de la planificación, la prevención de las enfermedades. Para esto tuvo dos grandes herramientas: la higiene y las vacunas. Para una sociedad relativamente higiénica como la nuestra, el imaginarse el asco que eran las ciudades y las personas a principios del siglo XIX es imposible. Mediante educación y obras, la situación sanitaria de las ciudades mejoró en forma exponencial, evitándose así cientos de epidemias con un mínimo esfuerzo de limpieza

La segunda herramienta fue la vacuna. Esta parte de un principio sencillo y profundo: en lugar de encerrarse cobardemente con cuarentenas fundamentalmente inútiles, la vacunación enseña al cuerpo a enfrentar al patógeno. Es enseñar a defenderse, para combatir y ganar. El hecho de que las garantías que te da una vacuna no son absolutas, siempre es mejor que gran parte de la población se halle inmunizada, eliminando así la circulación y dando la famosa “inmunidad de rebaño”. Por esa razón, la vacunación se hizo obligatoria, a pesar de que la mayoría de la población se vacuna voluntariamente, confiando en las bondades y ventajas de este tratamiento.

La obligatoriedad de la vacunación siempre trajo ciertos resquemores en materia de derechos: ¿es más importante el derecho a la autonomía en el propio cuerpo o es más importante el logro de los objetivos en salud pública? La solución ha sido hacer obligatorias todas las vacunas de enfermedades graves (que, generalmente, se dan voluntariamente), y las que son de enfermedades anuales, como la gripe, voluntarias y dirigidas especialmente a las poblaciones de riesgo. Es a todas luces excesivo (en términos jurídicos y económicos) obligar a todo el mundo a vacunarse anualmente contra la gripe.





…Y SUS EXCESOS…

¿En qué momento una política sensata de construcción de hospitales, de prevención sin molestar, de educación, se convirtió en la distopía covidiana que estamos sufriendo? ¿Cómo llegamos al punto de aceptar todas estas restricciones, únicas en la historia del mundo, por culpa de una enfermedad que, en la mayoría de los casos, no es grave? ¿Nos sometimos voluntariamente a todo esto basados en los cálculos falsos de científicos con poco manejo de las matemáticas y en la angurria de poder y control de los comités de infectólogos, en sus delirios de convertir a ciudades y países en hospitales bañados en lavandina? ¿Aceptamos mansamente cumplir el sueño de los burócratas, tener una población asustada y encerrada, obediente, pidiendo permisos y respetando protocolos absurdos?

Hace unos años se publicó en este mismo blog un artículo escrito por Hyspasia en donde postulaba que la inseguridad era generada y fomentada por el propio Estado, como un método de control. El miedo permite controlar, ya que te entrega a los brazos de un salvador. En miedo irracional inculcado por los medios y gobiernos a esta enfermedad les permitió desarrollar el experimento de control social más importante de la Historia, experimento con el que se sienten cómodos. Los resultados de este experimento los estamos viendo: pobreza, cierres de comercios, problemas de salud mental, cierre de escuelas, clubes, etc. ¿Cómo será el balance, no económico, sino en salud? La pobreza trae muerte. El miedo a ir a hacerse controles médicos también. La depresión, la soledad, también (en un país donde el suicidio es una epidemia). La falta de cultura física, también. ¿Un sanitarista en serio puede ocuparse solo de un problema de salud, agravando todos los demás? ¿Puede el deseo de enfrentar una patología no excesivamente grave modificar tanto la vida de todos nosotros, eliminando todo lo que nos hacía felices? Sonrisas, reuniones, trabajo, religión, deporte, ocio, distracción, conciertos, recitales, educación. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo ello porque así lo dictan los médicos?

Estamos viendo los efectos de cuando algo positivo, como el sanitarismo, es llevado a excesos intolerables. Los resultados de otorgarles poderes extraordinarios a personas absolutamente ordinarias, como son los políticos y los infectólogos. Las consecuencias de intentar convertir en realidad utopías de sociedades perfectas, tan terribles como las avizoradas por Aldous Huxley.

La vida humana, la vida de cada uno, está repleta de riesgos. Uno puede aceptarlos y enfrentarlos, o ponerse a disposición del Estado para que te los resuelva. Tomando la primera de estas decisiones, uno es libre, con la segunda, uno es esclavo. Es hora de tomar una decisión.

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Agradecemos la difusión del presente artículo: 

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