HACER EL BIEN POR OBLIGACIÓN
Autor: Luis I. Gómez
Fernández
25 abril, 2018
¿Qué podríamos argumentar en contra de procurar que las
personas coman mejor, hagan más deporte y presten más atención a los demás?
Desde casi todos los púlpitos posmodernos los ingenieros sociales de todo color
proclaman, describen e impulsan todas las técnicas y enfoques posibles para
mover a las personas hacia un determinado comportamiento positivo. El problema:
no se trata de propuestas voluntarias.
En muchos casos hablamos de obligar a la gente a hacer algo que realmente no
quiere hacer. Nos dicen que deben obligarnos, pues somos demasiado vagos,
indisciplinados o estúpidos.
Ignoro si usted se pregunta alguna vez sobre la esencia de
“lo bueno”. Su definición, su significado, sus implicaciones. A poco que nos
detengamos a pensar, nos damos cuenta de que vivimos la mayor parte del tiempo
sin salir de los parámetros que nuestro entorno y nuestra época consagran como
aceptables y que, de vez en cuando, hacemos algo -activa y voluntariamente- que
consideramos “bueno”. Y si le damos un repaso a la historia caemos en la cuenta
de que, ¡sorpresa!, lo “bueno” no siempre ha sido lo mismo.
Nuestra evolución está enmarcada en la lucha continua entre “el bien” y “el
mal”, está dirigida por arrebatos de voluntad y libre
albedrío y es una sucesión de errores y aciertos, de aprendidos y
desaprendidos que nos ha traído hasta lo que somos hoy y, sin duda, nos llevará
hacia lo que seremos mañana. Es en este momento de la reflexión en el que
debemos traer a la memoria que la mayoría de los conceptos de “bien” y
“mal” ente los que se debate nuestro quehacer diario no han permanecido idénticos
en toda nuestra historia.El caso es que, hasta hace muy poco, el proceso de selección de lo bueno y lo malo era mayoritariamente un proceso experiencial: las personas hacían cosas, estas tenían consecuencias y se juzgaban como “buenas” o “malas”, positivas o negativas. De ahí nacía una costumbre y de la costumbre una “norma”. Digo que esto era mayoritariamente así porque no olvido la injerencia de las creencias en el diseño de lo “normativo”. Nos guste o no, nuestras supersticiones, basadas en lo que desconocemos, y nuestros miedos, fundamentados en nuestro afán de supervivencia, han sido manejados con éxito por chamanes, sacerdotes, potentados, reyes e ideólogos para introducir poco a poco estructuras de poder con capacidad de imponer un determinado sistema normativo.
En nuestro inevitable viaje hacia el futuro el camino es la
meta. No existe un óptimo utópico planificable que debamos alcanzar. No
disponemos de la obra perfecta, esa que debamos conservar y transmitir de
generación en generación. El mundo no es un libro que podamos escribir hasta el
final. El mundo es literatura. El mundo no es una ópera, es música. Y lo es en
la escala del tiempo. Por eso no hemos encontrado aún entre el sinnúmero de
ideas puestas a prueba desde el comienzo de nuestra historia la solución
perfecta para la eternidad. En perpetuo desarrollo, las nuevas ideas conviven
durante un tiempo con las ideas conocidas aumentando nuestra capacidad de
elección y acción. En continua regeneración e
innovación, siempre generando nuevas soluciones, pero también
nuevos problemas a resolver… mediante más innovación. Asumiendo riesgos,
aprendiendo de nuestros errores…. eternamente.
Muchas personas tienden a permanecer emocionalmente atrapadas en un tiempo
determinado. Sin duda todos nos sentimos cómodos y somos herederos de un
momento determinado de la historia, pero son muchos quienes desarrollan una
creciente inquietud, un miedo indefinible, cuanto más se alejan real o
mentalmente de este tiempo íntimo. Cuando lanzan una mirada hacia un futuro mejor, apenas
ven la imagen de un hoy algo optimizado o incluso de un ayer idealizado. Es un
intento comprensible por salvar lo familiar en el futuro y evitar así la
incertidumbre que les preocupa. Pero, quien es realista, tiene que aceptar
el hecho de que el futuro va a diferir notablemente del presente
y que, además, no se puede predecir. Es necesario dar un vistazo sobrio
sobre de las dificultades, la falta de libertad, la falta de
oportunidades, la inseguridad fundamental de la vida de todos en el pasado
para llegar a la conclusión de que estamos en el buen camino y que podemos
mirar optimistas hacia el futuro desconocido, y el de nuestros hijos.En los últimos decenios asistimos, sin embargo, a un cambio de paradigma. De un cuerpo normativo mayoritariamente experiencial estamos pasando a un cuerpo normativo mayoritariamente preventivo, educativo y terapéutico. Ya no basta con limitar las acciones que se saben ”malas”, es necesario prevenir también todas aquellas acciones que creemos serán “malas”. Ya no basta con definir las reglas del espacio público para evitar conflictos, es necesario intervenir también en el espacio privado de cada uno de nosotros, ignorantes como somos de lo que es “el bien” o “el mal”. A la arrogancia denunciada por Hayek:
Para que el hombre no haga más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar el orden social, deberá aprender que aquí, como en todos los demás campos donde prevalece la complejidad esencial organizada, no puede adquirir todo el conocimiento que permitirá el dominio de los acontecimientos. (La pretensión del conocimiento) Se suma la superstición en la que se basan todos los principios de superioridad moral autoasignada. Circunstancia esta que nos acompaña desde la aparición del primer chamán como asesor del jefe de la tribu, por cierto. En una sociedad como la nuestra, enormemente compleja y global, los instintos de supervivencia nos arrojan insensatos al abismo de la búsqueda incesante de “gentes de bien que piensan como yo” sintiéndonos en nuestra caída acompañados y protegidos por esa masa de “gente” con la que nos identificamos. No es que “la gente” no tenga criterio o que todos seamos unos ignorantes (que, por cierto, sí lo somos, en casi todo), ocurre que milenios de condicionamiento en lo social (lo que en general no es “malo”) nos impiden distinguir entre lo que es bueno para mí -opción perfectamente legítima- y lo que es bueno para todos.
Con preocupante facilidad olvidamos aquí que ya Aristóteles nos decía que una de las virtudes más importantes es la sabiduría, la capacidad de juicio. La capacidad de juicio y la toma de decisiones son para él las condiciones de un comportamiento virtuoso. Es, por ejemplo, a través de la valoración de opciones morales que desarrollamos la virtud de la prudencia. Por lo tanto, no podemos dejar en manos de los “arquitectos sociales” la toma de nuestras decisiones. Prudencia y sabiduría que en ningún caso pueden ser subcontratadas y puestas en manos de “expertos”: son virtudes que tenemos que aprender nosotros mismos. Perdidos en nuestra zona de confort hemos optado por la adopción de unas creencias que no nos incomodan, que nos hacen “sentir bien”. Y lo lógico es que TODOS participen de nuestra “felicidad”. Convertimos así “lo que creemos bueno” en obligatorio.
Es el camino equivocado, en el que serán asaltados innumerables genios desconocidos, que se verán privados de las herramientas que necesitan para innovar y crear valor añadido. Es el camino más corto a la decadencia más absoluta, porque en la redundancia de creencias nunca se encuentran la verdad, el progreso y la felicidad.
Uno de los métodos más eficaces a largo plazo para someternos a todos en la dependencia consiste en evitar que las personas tomemos nuestras propias decisiones. Tomar nuestras propias decisiones es agotador. Pero hacerlo es más fácil cuanto más a menudo nos expongamos a situaciones en las que hemos de decidir. La capacidad de tomar nuestras propias decisiones nos convierte en un individuo que conoce sus valores, principios y preferencias y, por lo tanto, tiene la capacidad de procurar incluso en el largo plazo su propio bienestar.
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