NAVIDAD EN NUEVA YORK
Autor: Enrique Breccia (@BrecciaEnrique)
Nota de RestaurAR:
Es un honor para nosotros presentar
uno de los dos cuentos que tan
generosamente nos regalara
el Maestro Enrique Breccia.
Disfruten.
Felices Fiestas.
Mucho de todo parece ser el emblema de Nueva York. En las vísperas de Navidad ese concepto se traduce en una especie de desbordante inundación luminosa que contradice la esencia y sentido de la fecha.
Imaginemos un humilde pesebre apenas alumbrado por un candil de sebo de oveja rodeado por la inmensidad de la noche palestina. Nuestro Señor acaba de nacer y reposa en brazos de su Madre. La débil luz amarillenta del candil torna movedizas las sombras del achaparrado techo de palmas mientras el carpintero José improvisa una cuna con el heno más suave.
La interpretación neoyorquina de ese momento sagrado es la cuenta hacia atrás para encender el emblemático pino de cuarenta metros de altura instalado en el Rockefeller Center. La multitud reunida en la base corea la cuenta regresiva junto al locutor de una cadena televisiva. Cincuenta rockettes del Radio City levantan sus bellas y sincronizadas piernas al compás del Yanquee-Dudlee. El último número de la cuenta coincide con las doce de la noche del 23 de noviembre... ¡Cero! El pino gigante se enciende como un cohete espacial a punto de despegar. Es el primer minuto del Día de Acción de Gracias que en Nueva York marca el inicio oficial del mes de Navidad, equiparando acontecimientos que por su desproporción muestran a las claras el sincretismo básico de la sociedad.
A partir de ese día toda Nueva York vive al compás de su peculiar interpretación de la Natividad. El rojo y el blanco de Coca Cola son los colores de Papá Noel y con ellos se engalana toda la ciudad. Edificios enteros son recubiertos de guirnaldas luminosas, lo mismo que los árboles que bordean las principales avenidas. Las vidrieras de Manhattan compiten en lujo, derroche de luces y regalos suntuosos. Mil variantes de Santa Claus fosforescentes, osos polares y muñecos de nieve que mueven la cabeza se exhiben en todos los rincones y cuelgan de todos los balcones. Cerdos y ratones vestidos de rojo y blanco conducen trineos arrastrados por una increíble variedad de animales entre los que vemos lauchas, zorros y murciélagos.
Por televisión Harley Davison promociona su marca con un Papá Noel enmascarado y vestido de cuero con tachas. Su negro trineo lo arrastran doce poderosas y rugientes motos que dejan una huella de fuego que derrite la nieve. El santo demoníaco se pierde en las sombras mientras oímos su voz cavernosa gritando que solo le dejara regalos a aquellos que tuvieron los peores deseos...
La compulsión social por consumir alcanza en esos días su pico más frenético. Todos venden y todos compran hasta el último minuto del 24 de diciembre que es el horario de atención de las grandes tiendas. No obstante es una tarea casi imposible encontrar en todo Manhattan una imagen del niño Dios.
Son las doce y un segundo del 25 de Diciembre. Manhattan por fin libera de golpe toda la energía que ha ido acumulando en este inolvidable mes de despreocupado dispendio y abundancia, y literalmente, estalla en luces, sonidos y colores. Las campanas tocan a rebato y las sirenas de los bomberos, la policía y los grandes diarios atraviesan la noche acribillada de fuegos de artificio. Miles de personas con sus cabezas adornadas con gorros de piel rojos y plásticos cuernitos de reno inundan calles, plazas y avenidas.
Todo es un delirio de alegría, exaltación y desbordante regocijo...Ha nacido Santa Claus.
Nota de RestaurAR:
Es un honor para nosotros presentar
uno de los dos cuentos que tan
generosamente nos regalara
el Maestro Enrique Breccia.
Disfruten.
Felices Fiestas.
Mucho de todo parece ser el emblema de Nueva York. En las vísperas de Navidad ese concepto se traduce en una especie de desbordante inundación luminosa que contradice la esencia y sentido de la fecha.
Imaginemos un humilde pesebre apenas alumbrado por un candil de sebo de oveja rodeado por la inmensidad de la noche palestina. Nuestro Señor acaba de nacer y reposa en brazos de su Madre. La débil luz amarillenta del candil torna movedizas las sombras del achaparrado techo de palmas mientras el carpintero José improvisa una cuna con el heno más suave.
La interpretación neoyorquina de ese momento sagrado es la cuenta hacia atrás para encender el emblemático pino de cuarenta metros de altura instalado en el Rockefeller Center. La multitud reunida en la base corea la cuenta regresiva junto al locutor de una cadena televisiva. Cincuenta rockettes del Radio City levantan sus bellas y sincronizadas piernas al compás del Yanquee-Dudlee. El último número de la cuenta coincide con las doce de la noche del 23 de noviembre... ¡Cero! El pino gigante se enciende como un cohete espacial a punto de despegar. Es el primer minuto del Día de Acción de Gracias que en Nueva York marca el inicio oficial del mes de Navidad, equiparando acontecimientos que por su desproporción muestran a las claras el sincretismo básico de la sociedad.
A partir de ese día toda Nueva York vive al compás de su peculiar interpretación de la Natividad. El rojo y el blanco de Coca Cola son los colores de Papá Noel y con ellos se engalana toda la ciudad. Edificios enteros son recubiertos de guirnaldas luminosas, lo mismo que los árboles que bordean las principales avenidas. Las vidrieras de Manhattan compiten en lujo, derroche de luces y regalos suntuosos. Mil variantes de Santa Claus fosforescentes, osos polares y muñecos de nieve que mueven la cabeza se exhiben en todos los rincones y cuelgan de todos los balcones. Cerdos y ratones vestidos de rojo y blanco conducen trineos arrastrados por una increíble variedad de animales entre los que vemos lauchas, zorros y murciélagos.
Por televisión Harley Davison promociona su marca con un Papá Noel enmascarado y vestido de cuero con tachas. Su negro trineo lo arrastran doce poderosas y rugientes motos que dejan una huella de fuego que derrite la nieve. El santo demoníaco se pierde en las sombras mientras oímos su voz cavernosa gritando que solo le dejara regalos a aquellos que tuvieron los peores deseos...
La compulsión social por consumir alcanza en esos días su pico más frenético. Todos venden y todos compran hasta el último minuto del 24 de diciembre que es el horario de atención de las grandes tiendas. No obstante es una tarea casi imposible encontrar en todo Manhattan una imagen del niño Dios.
Son las doce y un segundo del 25 de Diciembre. Manhattan por fin libera de golpe toda la energía que ha ido acumulando en este inolvidable mes de despreocupado dispendio y abundancia, y literalmente, estalla en luces, sonidos y colores. Las campanas tocan a rebato y las sirenas de los bomberos, la policía y los grandes diarios atraviesan la noche acribillada de fuegos de artificio. Miles de personas con sus cabezas adornadas con gorros de piel rojos y plásticos cuernitos de reno inundan calles, plazas y avenidas.
Todo es un delirio de alegría, exaltación y desbordante regocijo...Ha nacido Santa Claus.
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