NO FRACASAR
Cómo formar un movimiento político que no fracase miserablemente
"A popular protest, rebellion, or any other form of dissenting action by the periphery, if it has no support from an element in the power structure, will quickly fade into irrelevance".
Nemesis. C.A. Bond.
Bienvenidos, amigos. Hoy les voy a decir cómo formaría yo un movimiento político – yo, que nunca formé un movimiento político en mi vida. Qué atrevimiento, ¿no? Gracias a Dios internet permite, por ahora, que uno pueda decir las cosas más disparatadas de manera anónima y gratuita. Si estás buscando una opinión “calificada”, lo siento – este es tu momento para irte.
Primero, sin embargo, les voy a decir cómo no lo formaría.
Lo más intuitivo a la hora de buscar llegar al poder en una democracia es jugar el juego de los votos. Es dos más dos – gana el que tiene más votos, por lo tanto para ganar necesitamos juntar muchos votos. Para juntar muchos votos hay que ir a buscar a todos los opositores y hacer que voten por nosotros. Dado que en cualquier momento y lugar siempre hay más descontentos que contentos, especialmente en Argentina, la cuestión parece sencilla. Sólo hay que buscar la manera de atraerlos.
Sin embargo, hay un precio. Suponiendo que el movimiento parte de una idea concreta, salir a buscar votos implica necesariamente diluir la idea para hacerla digerible a los nuevos miembros. Esto es lo que Milton Yinger en Religion in the Struggle for Power llama “el dilema de las iglesias” – la necesidad de elegir entre la pureza de la doctrina y la popularidad. El énfasis sobre uno tiene un impacto negativo directo sobre el otro. En pocas palabras, mientras más puro es el dogma, menos popular es el movimiento – y, al contrario, mientras más popular es el movimiento, menos concreta es la idea. Equilibrar ambas cosas es todo un arte.
Para juntar la cantidad de votos necesaria para ganar las elecciones, por lo tanto, hay que diluir la idea hasta que pasa a ser una colección de slogans y sentimentalismos. La democracia es una simple cuestión de superficie – de marketing.
Sin embargo, ese mercado ya está saturado y hasta monopolizado por los partidos mayoritarios, que hablan en términos del “bien común” o de la “democracia” o “el bienestar de todos los argentinos” o “los derechos humanos” – conceptos totalmente vacíos.
La dinámica de los partidos políticos mayoritarios, que en mi opinión constituyen una sola clase que se presta entre sí el Estado cada cuatro u ocho años, es de carácter jouveneliano: se ha constituido en un Centro de poder que se expande a través de constantes apelaciones a la Periferia (es decir, a la mayoría gobernada) en detrimento de las “autoridades sociales” intermedias (iglesias, familias, partidos políticos, etc.). Todo el que se encuentre entre el Estado y el individuo es un obstáculo para el crecimiento del Centro.
Estas constantes apelaciones ocurren en forma de “derechos” de toda índole que responden a diversas “injusticias” de las autoridades intermedias. Por ejemplo, la no ordenación de sacerdotes mujeres, o algo por el estilo. Ahora bien, si han de haber derechos, un agente lo suficientemente grande se debe ocupar de hacer que se cumplan. Más derechos descubrimos, reconocemos y pretendemos hacer cumplir, más poderoso deberá ser este enforcer, que en el mundo moderno es generalmente el estado. Como dice Adam Katz, cada nuevo derecho es un tentáculo más añadido al estado. Después de todo, alguien tiene que controlar que en todos los espectáculos musicales se respete la cuota de género.
Como partido minoritario, es imposible participar de esta dinámica. Son los partidos mayoritarios los que tienen la infraestructura para otorgar derechos – es decir, para apelar a la periferia denunciando los atropellos de las autoridades intermedias. Un partido menor no puede hacer lo mismo porque simplemente no tiene los medios.
Lo que un partido menor mal conducido hace, entonces, es resignar su idea para ser más popular hasta que en un momento se da cuenta no sólo de que se ha quedado corto, sino que, al haberse aliado con sectores de lo más diversos y contradictorios, también se ha quedado sin principios. Sin el pan y sin la torta, efectivamente.
Peor todavía, la mayoría de los partidos menores parte de vaguedades desde el comienzo: la defensa de la vida, la defensa de los valores, la defensa de la familia – conceptos tan ambiguos como los de la clase gobernante. No pueden ni empezar a negociar una idea porque directamente no la tienen. Eventualmente, por supuesto, terminan en la intrascendencia o absorbidos por alguna de las fuerzas mayoritarias que más o menos se le parecen.
Además el secreto del voto es que por sí mismo no vale nada, y sólo cuenta cuando es agregado a otros votos. Dado que cada individuo quiere influir de alguna manera en el resultado de las elecciones para sentir que “hizo algo”, termina optando por alguno de los partidos mayoritarios, que al menos tienen una utilidad práctica – por ejemplo, evitar que el otro partido mayoritario, acaso el “mal mayor”, llegue al poder. En este juego, votar a un partido menor es tirar el voto a la basura.
¿Cómo lo haría yo? Haciendo exactamente lo opuesto: priorizando la calidad antes que la cantidad.
El primer paso es formar una élite intelectual disidente que tenga la capacidad de delinear un programa político concreto desde los cimientos – es decir, que conozca y exprese el ethos del movimiento y también conozca el contexto nacional y global en el que opera. Los partidos menores no tienen ethos: sólo se amontonan alrededor de algo superficial como “las dos vidas”, que no significa nada, y se desarman tan rápido como se armaron porque no tienen raíces. Una élite intelectual real se forma en torno a una escuela de pensamiento – por ejemplo, el marxismo.
Eventualmente, si la idea responde a una demanda real de una buena cantidad de individuos, y ese es un tema aparte, se diseminará primero entre los miembros inconformes de la élite gobernante. En este caso ayuda que la legitimidad y la fuerza de la clase gobernante en su conjunto estén en un nivel significativamente bajo – y ese, afortunadamente si se quiere, es nuestro caso en la República Argentina y – por qué no – en todo Occidente.
La expansión, sin embargo, no ocurrirá a costa de la idea, pactando con ethos contradictorios, sino que es el propio ethos del movimiento el que atraerá intelectos compatibles ejerciendo una especie de fuerza gravitacional. La idea misma, al no estar rebajada, trabaja como un filtro de calidad. Por este motivo las cabezas de los movimientos tienen que ser intelectuales y no simplemente buenas personas, hombres de familia, patriotas o héroes de guerra – por más buenas intenciones que tengan. No alcanza con “tener ganas de hacer algo”. Un movimiento sin buenas cabezas al mando está muerto antes de nacer.
Piensen en el poder centralizador del estado como en la lava. La lava derrite casi todo lo que le tires: si tu movimiento es de madera, chau; si tu movimiento es de carne y hueso, chau; si es de plástico, chau. El movimiento tiene que ser de titanio. Es la misma intransigencia del movimiento la que lo protege de la desintegración.
Un movimiento que no puede ser destruido y a la vez tiene ambición de poder – existen grupos intransigentes sin ambición, como los Amish o los mormones – es lento pero imparable.
El problema, claro, es que muchos partidos menores se dejan seducir por el juego democrático, y terminan, como hemos dicho antes, prostituyéndose por algunos cientos de votos – creyendo que salen a sumar gente cuando en realidad terminan fundiéndose con el resto de los movimientos marginales, volviendo al fango primordial del que surgen todos los movimientos antes de lograr tomar algún tipo de contorno o identidad.
La clave del nuevo movimiento, si es que logra resistirse a ampliarse prematuramente, es empezar a señalar la inacción de los movimientos mayoritarios – incluso su complicidad mutua en contra de los intereses de la periferia. Si quieren saber cómo se hace, estudien la historia del movimiento progresista de los Estados Unidos y su manera de denunciar a los partidos Demócrata y Republicano – y su alianza de facto con los grandes capitales en contra de los derechos de los trabajadores.
Eventualmente, si hace las cosas bien, la nueva élite se aprovechará del “achanchamiento” de la clase gobernante y se ofrecerá como “verdadera representante de los intereses del pueblo” – nuevamente, no entregando la idea para atraer a nadie, sino, una vez solidificado el programa, manejando inteligentemente el idioma de las generalidades.
La gente necesita sentir que el movimiento responde a una necesidad tangible y evidente de rectificar algún tipo de injusticia. Hace cien años, por ejemplo, eran las jornadas de doce horas, el trabajo infantil y los salarios bajos. Hoy serán otras cosas: la inseguridad, la inflación, el desempleo. Los programas políticos son esenciales, sí, pero no para el público sino para la élite que eventualmente formará una nueva clase gobernante.
Son las minorías fuertes y con un propósito claro las que llevan a las mayorías a votar por ellas – no son las mayorías las que eligen a las minorías. Por lo tanto, sin una minoría constituida y firme – sin un núcleo doctrinario inamovible que logre formar una élite disidente de calidad en lugar de formarse “desde abajo” – todo movimiento político está destinado a fracasar.
Quienes quieran saber más, aquí algunas sugerencias:
- La Clase Política. Gaetano Mosca.
- Los Partidos Políticos. Robert Michels.
- Tratado de Sociología General. Vilfredo Pareto.
- Nemesis. C.A Bond.
- Sobre el Poder. Bertrand de Jouvenel.
- The Machiavellians. James Burnham.