DEMOCRACIA Y MERCADO
Nuestros más refinados instrumentos de orden social son inseparables, mutuamente dependientes… y frágiles
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/democracia-mercado/
¿Por qué en Occidente preferimos la democracia republicana y la economía de mercado sobre otras opciones? Una primera respuesta diría que son un fruto de nuestra cultura, madurado bajo el sol del Mediterráneo en un largo proceso que se remonta a la polis griega y a los barcos fenicios. Pero también nuestra cultura concibió desde antiguo los sistemas planificados: la organización rigurosa, militar y más bien cerrada de Esparta fue contemporánea de la democracia, el pensamiento y el comercio de Atenas.
Guillermo de Torre hablaba de un continuo tironeo del espíritu occidental entre dos polos: la aventura y el orden. De hecho, las peripecias del descubrimiento junto al aprendizaje de las normas han sido la matriz de nuestra formación como personas. Esa impronta nos acompaña toda la vida: nos seduce la aventura ática, la exploración y el riesgo, pero necesitamos del orden espartano, la brújula y la cantimplora. Aun quedándonos en el plano de lo estrictamente personal, la democracia republicana y la economía de mercado nos proporcionan una medida imprescindible de orden mientras dejan amplio margen para la aventura; nos amparan al mismo tiempo de la anomia caótica de los libertarios y de la disciplina asfixiante de los ingenieros sociales.
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Desde que el mundo es mundo, siempre hubo gente dispuesta a “ir por todo”, o a “quedarse con todo”, y otra gente igualmente decidida a reclamar su parte. Las trifulcas resultantes empujaron la historia de una revuelta a la otra, de una guerra a la siguiente, con gran pérdida de vidas y bienes para todos los involucrados, y para los no involucrados también. Más de veinte siglos y varios millones de muertos después empezamos a encontrarle la vuelta al asunto, y a delinear la manera de resolver nuestras querellas fundamentales mediante la discusión, los pactos y las reglas antes que por la lanza o la puñalada trapera. Más allá de las estrictamente personales, hay razones sociales que explican nuestra preferencia por la democracia republicana y la economía de mercado. Ambos instrumentos ofrecen una respuesta -que por prudencia deberíamos describir como provisoria aunque no hayamos encontrado otra mejor- a dos complicados problemas emanados de esa atávica inclinación a pretender todo para sí: quién manda (política) y cómo se reparte la torta (economía).
Democracia y mercado parecen instrumentos inseparables: es difícil concebir uno sin el otro; más aún, es difícil concebir que uno funcione como es debido si no lo hace acompañado por el correcto desempeño del otro. Tan imbricados están que, aunque no nos demos cuenta, votamos con el peso (nuestras elecciones como consumidores deciden la suerte de productos y empresas) y compramos con el voto (“compramos Estado”, decía en una reciente nota Iris Speroni, “y lo pagamos con impuestos.”) Desde antiguo nuestra lengua emplea la misma palabra, plaza, para referirse al mercado, que es el lugar donde se dirime el valor de los bienes, el espacio público de cotización, y para referirse al ágora, que es el lugar donde se dirime el valor de las ideas, el espacio público de discusión.
Democracia y mercado pueden ser vistos también como un ecosistema. La atmósfera de ese ecosistema es la libertad. Sin libertad para discutir precios y sin libertad para discutir ideas no hay democracia ni hay mercado. El regulador de ese ecosistema es la justicia, que vigila el cumplimiento de las normas y asegura a cada uno lo que le corresponde. Sin respeto de la ley, nadie tiene garantías de nada. Y el nutriente esencial de ese ecosistema es la información. Sin información no hay libertad ni justicia posible. Proveerla es función de la prensa. Ni como ciudadanos o representantes electos, ni como productores o consumidores, podríamos tomar decisiones libres y ponderadas si no contáramos con información adecuada, incluida la información sobre la ley. Sin conocimiento de la ley, no podríamos reclamar derechos ni satisfacer nuestras obligaciones.
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La democracia y el mercado coronaron de algún modo un largo proceso histórico de dispersión del poder político y económico. En las sociedades tradicionales ambos poderes aparecían concentrados en las mismas manos: los dueños de la espada eran también los dueños de la tierra. Las innovaciones técnicas, y las transformaciones sociales resultantes, resquebrajaron ese monopolio. La democracia republicana, con sus mandatos limitados en el tiempo, su división de poderes y su sistema de representación proporcional, y el mercado libre, con su incesante dinámica de reasignación de recursos, introdujeron mecanismos racionales y pacíficos, reglas de juego para resolver la cuestión de quién manda y la cuestión de cómo se reparte la torta.
El poder político antes concentrado en el rey, el tirano o el caudillo, se distribuyó entre todos los ciudadanos, que en conjunto constituyen el soberano e individualmente pueden ejercerlo en la medida de sus deseos o sus posibilidades: desde presentarse como candidatos a algún cargo de gobierno hasta votar en una elección, pasando por diversas escalas intermedias, como la participación en un partido político o en cualquier organización civil de control. Y lo mismo ocurre con el poder económico: la dinámica del capitalismo se orienta a crear riqueza, y los mecanismos del mercado promueven su distribución, digamos natural, no por la fuerza, extendiendo a un creciente número de personas la condición de propietario.
Esto es clave: la razón de ser, la justificación moral, la virtù de la economía de mercado es su capacidad para elevar a la gente desde la condición de proletario (sólo dueño de sus hijos) a la de propietario (dueño de bienes transables que exceden sus necesidades de subsistencia), a la que accede al cruzar el umbral de la vivienda propia. Tan importante es la condición de propietario, tan pertinente al ecosistema que estoy describiendo, que en los comienzos de las democracias modernas, tanto en Francia como en los Estados Unidos, en los escritos del abate Sieyès y en los de John Locke, se la incluyó como requisito para el ejercicio de derechos políticos básicos, empezando por el voto.
Idealmente al menos, cualquiera puede aspirar a gobernar su sociedad, cualquiera puede soñar con ampliar su parte de la torta. Todo depende del atractivo que sus propuestas, sus ideas, sus bienes o sus servicios, despierten en la plaza, en el mercado. Incluso quien no tiene esa clase de ambiciones puede incidir con su voto o con su compra en la dirección o amplitud de ese reparto. La única condición es que los instrumentos fundamentales -la democracia y el mercado, pero también la justicia y la prensa- funcionen correctamente en un ambiente de libertad, y que nadie intente manipularlos a su favor. El cumplimiento de esa condición fue siempre difícil, aunque últimamente pareciera rozar lo imposible.
Este ingenioso conjunto, el de la democracia republicana y la economía de mercado, tan rico y fértil en el terreno de las ideas, rigió con diversas variantes y limitaciones desde que Occidente terminó sus guerras y hasta fines de los sesenta. Pero la verdad es que nunca llegó a funcionar plenamente, y al cabo de un tiempo comenzó a distorsionarse y corromperse, revelando su fragilidad. En lo que va del siglo XXI, todo el ecosistema parece haber ingresado en una acelerada descomposición: su atmósfera de libertad aparece contaminada, rara, sofocante; la justicia espía por debajo de la venda, y la información que debería nutrirlo las más de las veces resulta francamente tóxica. Si queremos alejarnos de este ambiente tan poco saludable, el primer paso es entender cómo llegamos a él.
(Continuará)
–Santiago González