GOEBBELS Y GRAMSCI

Las enseñanzas de estos dos teóricos de la política de masas resultan imprescindibles para explicarse muchos sucesos contemporáneos



Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Poco menos de un siglo atrás, dos europeos pertenecientes a culturas distintas, animados por ideologías contrastantes, a quienes la vida había ubicado circunstancialmente en los escalones más opuestos del orden social, llegaban más o menos a las mismas conclusiones: para conquistar el poder, y para conservarlo, hay que ganar los corazones y las mentes de las masas; las masas son fácilmente manipulables si se las maneja adecuadamente, y capaces de creerse cualquier cosa, pero la conquista y control de su pensamiento, su conciencia, su sentido común, requiere un esfuerzo continuo y disciplinado.

Cuando llegaron a articular su pensamiento en una suerte de programa o doctrina, Joseph Goebbels integraba la más alta jerarquía nazi alemana como ministro de información y Antonio Gramsci era un articulista y teórico marxista arrojado a la cárcel por el fascismo italiano. Uno hablaba desde el poder, con el descarado cinismo que esa posición le permitía, mientras que el otro lo hacía desde la lucha por alcanzar el poder, obligado a envolver sus argumentos en altos principios éticos y morales. Sus hallazgos conceptuales fueron similares probablemente porque a los dos los animaba la misma concepción totalitaria del orden social.

Los dos comprendieron que la primera batalla en la lucha por el poder político se libra en el terreno de la cultura, de las ideas prevalecientes entre el común de las gentes, de lo que el italiano describía como el folklore de los simples, el sentido común. Decía Gramsci: “El socialismo habrá de triunfar capturando primero la cultura a través de la infiltración de las escuelas, las universidades, las iglesias y los medios para transformar la conciencia de la sociedad.” Decía Goebbels: “Quien conquiste la calle algún día va a conquistar el Estado, porque toda forma de poder político, y todo Estado dictatorial tiene sus raíces en la calle.”

Los dos se plantearon como objetivo de largo plazo de esa batalla cultural la renovación total de la manera de pensar de los pueblos, una ruptura radical con el pasado. Gramsci proponía una “lucha por destruir y superar ciertas corrientes de sentimientos y creencias, ciertas actitudes hacia la vida y el mundo.” Y Goebbels completaba: “Habremos cumplido nuestro objetivo cuando podamos reír mientras aplastamos, mientras destrozamos todo lo que era sagrado para nosotros como tradición, como educación y como afecto humano”.

Los dos hicieron notar que sus propósitos no se limitaban simplemente a influir sobre las opiniones políticas de la gente, sino que apuntaban a alterar sus convicciones más íntimas y profundas hasta lograr un compromiso total. Decía Gramsci: “Hay que hablar de una lucha por una nueva cultura, es decir, por una vida moral nueva que no puede dejar de estar íntimamente conectada a una nueva intuición de la vida, hasta que se convierte en una nueva forma de sentir y ver la realidad.” Decía Goebbels: “La esencia de la propaganda consiste en lograr que la gente adhiera a una idea de manera tan sincera, tal vital, que termine por sucumbir por completo a ella, y nunca pueda escapar.”

Los dos pensaban en una élite iluminada con derecho a conducir a las masas. Decía Gramsci: “Un grupo social puede, mejor dicho, debe ejercer ‘liderazgo’ aun antes de conquistar el poder de gobierno (a decir verdad, ésta es una de las condiciones para alcanzar tal poder); posteriormente se convierte en dominante cuando ejerce ese poder, pero aunque lo tenga firmemente en un puño debe igualmente continuar ‘liderando’.” Decía Goebbels: “Toda época con alguna categoría histórica ha sido gobernada por una aristocracia. Aristocracia en el sentido de gobierno de los mejores. Los pueblos no se gobiernan a sí mismos. Ese disparate fue pergeñado por el liberalismo.”

Los dos estaban convencidos de que el modelado de la opinión pública era prerrogativa de esa élite iluminada. Decía Gramsci: “Por eso existe la lucha por el monopolio de los órganos de la opinión pública, de modo que una sola fuerza modele la opinión y con ello la voluntad política nacional.” Decía Goebbels: “El Estado tiene todo el derecho de supervisar la formación de la opinión pública.”

Los dos habían llegado a la conclusión de que las masas eran más bien estúpidas, y que para manipularlas no se necesitaban herramientas demasiado sofisticadas. Decía Gramsci: “No cansarse jamás de repetir los argumentos (variando ligeramente la forma): la repetición es el medio didáctico más eficaz para obrar sobre la mentalidad popular.” Decía Goebbels: “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas.”

Estos son, digamos, los puntos comunes entre los postulados de Goebbels y Gramsci. Más allá de ellos sus reflexiones se apartan, no en lo esencial sino en lo metodológico, en relación con la situación en que se encontraba cada uno. A Gramsci le preocupan sobre todo las alternativas de la batalla cultural para alcanzar el poder; a Goebbels, las herramientas de que el poder dispone para asegurar su dominio sobre la conciencia de las masas.

El mundo en el que estos dos actores se desenvolvían y las luchas en las que estaban comprometidos han quedado ya en el pasado. Pero sus enseñanzas los sobreviven, y han sido adoptadas indistintamente por la izquierda y la derecha, por el mundo político pero también por el mundo corporativo, y hoy las vemos en acción por todas partes, en la adhesión obtenida por la marca Apple y en la explicación oficial sobre los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, en el caso Santiago Maldonado y en el separatismo catalán, en lo que dice Monsanto y en lo que se dice sobre Monsanto, en la obsesión por el consumo y en el desinterés por la política. Digamos que los que tienen el poder tienden a ser goebbelianos, y los que quieren conquistar el poder son más bien gramscianos. El kirchnerismo, que tenía una parte del poder pero no todo el poder, fue a la vez goebbeliano y gramsciano.

–Santiago González


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