"LA VOCACIÓN DE LOS PAÍSES EUROPEOS NO ES LA DE CONVERTIRSE EN MUSULMANES"

Los desgarros de la inmigración



 por Alain de Benoist

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elinactual.com





Desde hace décadas una ola de inmigración se extiende por Europa. Las leyes de reagrupamiento familiar han transformado esta inmigración en una inmigración de asentamiento y repoblación.



En Francia, la población de origen extraeuropeo es, actualmente, superior al 20%, es decir, entre 14 y 15 millones de personas. Este número está condenado a ir aumentando en razón de los futuros flujos migratorios. En París, por ejemplo, siete recién nacidos de cada diez no son de origen europeo y el 18,5% de los bebés que nacen actualmente ‒el equivalente a una ciudad como Nimes o Angers‒ reciben un nombre árabe-musulmán. La composición de la población francesa se modifica así significativamente. ¿Qué sucederá dentro de veinte años? Para los recién llegados, la expatriación es siempre un desgarramiento, un desarraigo. Incluso podría decirse una “autodeportación”. Si a ello añadimos los riesgos afrontados, los ahogamientos, los contrabandistas, los centros de internamiento, las bandas mafiosas, podemos incluso verlo como una forma de esclavismo. Y cuando se combate el esclavismo no se ataca a los esclavos, sino a los traficantes. 



Los residentes y los migrantes


Por parte de las poblaciones de acogida, todos los sondeos muestran que la gran mayoría vive la inmigración como un calvario. Ya no soportan las patologías sociales derivadas de la inmigración, y menos todavía el hecho de que una parte de las diásporas inmigratorias se organice bajo una forma de microcosmos al que los autóctonos no tienen derecho y de una contrasociedad que engendra, por sí misma, nuevas migraciones.
En una sociedad que hoy está en vías de dislocación e inseguridad cultural, los “residentes” (aquellos que están en alguna parte, por oposición a los “migrantes”, nueva categoría mágico-ontológica que redefine a los hombres como seres potencialmente en circulación permanente) se enrabietan por sufrir un discurso dominante de connotaciones lacrimógenas que reposa sobre un chantaje emocional incapacitante: la única forma de no ser sospechoso de racismo es pronunciarse a favor de la supresión de las fronteras.
 Las sociedades más heterogéneas son siempre las más violentas porque la confianza recíproca ha desaparecido para ser sustituida por la desconfianza y la suspicacia, que prohíben, en su entorno, la empatía y la cooperación. Sociedades multirraciales, sociedades multirracistas. Por lo tanto, hay que decirlo alto y claro: la vocación del Tercer mundo no es la de venir a verterse por toda Europa, la vocación de los pueblos anfitriones no es adaptarse a los recién llegados, la vocación de los países europeos no es la de convertirse en musulmanes.




Habiendo perdido todo su sentido los argumentos económicos, el discurso inmigracionista se reduce hoy a un discurso moral sostenido por todos los actores de la gran coalición universalista, ya se trate de la patronal empresarial, de los mercados financieros, de los bobos (burgueses-bohemios), de la ultraizquierda o de la iglesia, todos unidos en el pathos del sentimentalismo para acusar de xenofobia a aquellos que pretenden continuar siendo dueños de sus formas de vida específicas, de su sociabilidad, de sus costumbres, de su moral, en resumen, de todo aquello que les es común…

El lado repugnante de esta argumentación es el que se apoya sobre sentimientos que son siempre los más bellos ‒la generosidad, la capacidad de dar sin obtener nada a cambio, el altruismo desinteresado, el sentido de hospitalidad‒, con el objetivo de privar el sentido y ponerlo al servicio de un proyecto político-ideológico muy preciso: la desaparición de los pueblos arraigados en beneficio de una humanidad indiferenciada.
El Papa Francisco es el representante perfecto de todo ello cuando aboga por una “sociedad abierta” frente a una “sociedad sin corazón”, predicando la acogida incondicional e ilimitada de migrantes a los que él presta el rostro de Cristo y les recuerda que el pueblo de su Dios no conocía las fronteras: “Las migraciones pueden abrir espacios en el crecimiento de una nueva humanidad para la que toda tierra extranjera es una patria y toda patria es una tierra extranjera”. Esto implica olvidar que la moral privada no es idéntica a la moral pública, que se ordena al bien común de los ciudadanos. La caridad deriva de la moral individual, no de la democracia. 


Más que nunca… un tabú 

En economía se distinguen los flujos y los stocks. En cuanto a la inmigración, se puede actuar sobre los flujos. Pero falta la voluntad y no estar sometidos a la autoridad de unos jueces prioritariamente inclinados hacia la ideología de los derechos humanos. No se toma esta vía porque la inmigración es, más que nunca, un tabú.
Estar a favor o contra la inmigración no tiene, en sí mismo, ningún sentido. Todo depende de quién es el inmigrante, en qué ritmo se produce la inmigración y bajo qué circunstancias. El problema es que, en el actual clima de brutalización e histerización de las relaciones sociales, es difícil hablar de inmigración a una prudente distancia, tanto de los predicadores alucinados de una guerra civil, que desean que la crítica de la inmigración se confunda con un odio hacia los inmigrantes, como de los ingenuos y angelicales que nos explican que no hay ningún problema, que nunca ha habido tan pocos inmigrantes como en la actualidad y que, al mismo tiempo, son demasiados numerosos para que sus flujos de llegada y asentamiento no sean ya irreversibles.
 En un momento en el que Europa está a punto de romperse por la cuestión migratoria, el Papa Francisco dice que hay que construir puentes y no muros. Más le valdría hablar de puertas y ventanas… y de puentes levadizos. 


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