LA GUERRA CULTURAL
El combate que nos plantean los globalizadores ofrece una oportunidad imperdible para retemplar la conciencia nacional
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/la-guerra-cultural/
¿Alguna vez fuimos una nación? Hay documentos que así lo aseguran. La Constitución, por ejemplo, que la reconoce como algo anterior a cualquier ordenamiento político: “Nos los representantes del pueblo de la nación argentina…”, dice el Preámbulo. Y en su primer artículo: “La nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal…” Pudimos haber elegido la monarquía o cualquier otro modo de organización, eso no le habría quitado ni sumado a nuestra condición de nación. Qué es lo que convierte a un pueblo en una nación es tema que ha dado mucho que hablar a la filosofía política. Mariano Grondona habla de una “vocación”, José Ortega y Gasset de un “proyecto sugestivo de vida en común”, en ambos ensayistas se advierte la imagen de la flecha lanzada hacia el futuro. Me gustaría añadirle un concepto que también aparece en el Preámbulo, el de la voluntad; creo que le suma decisión y energía a la idea: el brazo que tensa la cuerda del arco, el ojo que define la dirección. Un pueblo se convierte en nación cuando se percibe como tal (cuando quienes lo integran reconocen que tienen cosas “en común”), elige un destino y trabaja para realizarlo. Una nación es una voluntad de ser.
De la patria se dice que es el lugar donde están enterrados los padres. Esta definición tan concisa es rica en significados. Supone un territorio (el lugar), una historia (los antepasados) y un compromiso sagrado con ambos (el sepulcro). Una nación necesita imperiosamente de una patria para que su voluntad de ser pueda convertirse en acto. La patria es la nación encarnada. La patria es el pueblo situado en un paisaje, es la riqueza natural del territorio y es la riqueza generada por el trabajo del pueblo en ese territorio; es la historia de su conquista y el ejercicio de su defensa, porque sin territorio no hay patria y sin patria no hay posibilidad de que la nación, el pueblo, desarrollen sus potencialidades. Pero la patria es además una cultura, una lengua, un culto y unas instituciones, que requieren igualmente cuidado y protección porque sin ellas no hay posibilidad de ser. Si la nación es un movimiento, una disposición, un rumbo del espíritu, la patria tiene la densidad de lo real, de lo concreto, de lo tangible. La patria es patrimonio, el patrimonio común de la nación, y la defensa, cultivo y aprecio de ese patrimonio se llama patriotismo.
El estado finalmente es la expresión institucional de esa encarnación de un pueblo en una patria: es el conjunto de normas que regulan su convivencia, la administración de su patrimonio, y su relación con otros pueblos y naciones, y es también el conjunto de instrumentos necesarios para discutir, sancionar e imponer o ejecutar esas normas. La Constitución Nacional de 1853 es la norma fundamental que, especialmente en sus 35 primeros artículos, sienta las bases doctrinarias elegidas por sus fundadores para la organización del estado argentino: sistema representativo republicano, libertades civiles garantizadas, culto católico. La Nación Argentina consagra de este modo la vocación, el proyecto y la voluntad de un pueblo, afincado en una patria y regido por unas normas que le aseguran su espacio de libertad: en ningún lugar puede el hombre ser más libre que en su propia patria, porque la libertad está en el respeto de la ley, y en ningún lugar está el hombre en mejores condiciones que en su patria para influir en la configuración de las leyes. Tiene el derecho y la obligación de hacerlo.
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La nación como vocación, proyecto y voluntad de un pueblo, la patria como patrimonio, historia y cultura común, el estado como agente administrativo, regulador de convivencia y representante ante el mundo definen ese fenómeno humano, histórico y localizado, que llamamos República Argentina. No es necesaria una mirada demasiado perspicaz a través de ese conjunto para darse cuenta de que estamos en problemas. La Argentina está a punto de convertirse en apenas un lugar en donde vive gente, reunida al azar, sin rumbo ni destino compartido, desconcertada, ignorante de la causa de los problemas que le arruinan la vida y que jamás encuentran solución, indefensa, a merced de quien se aventure a propinarle el zarpazo.
El estado está en ruinas. Hipertrofiado y poblado de incompetentes, ha perdido capacidad administrativa. Sus órganos normativos y deliberativos se han convertido en una farsa o caricatura de lo que deben ser. Las instituciones civiles encargadas de acompañarlo y darle vida, los partidos políticos, han degenerado en franquicias electorales que se alquilan para participar en los comicios. Los ciudadanos ven empequeñecerse cada día el espacio de su libertad, abrumados por regulaciones, impuestos y vigilancias. Patria y patriotismo son palabras desaparecidas del lenguaje corriente, y cualquiera encuentra normal y aceptable enajenar sin cuidado el patrimonio común, sea público o privado. El conocimiento y aprecio del pasado, de los trabajos y las gestas de quienes nos precedieron, está ausente de la conciencia popular. La nación, esa red afectiva que debería unirnos en una misma vocación, proyecto y voluntad, es una tela raída en la que reparamos, a veces por primera vez, cuando la necesidad nos empuja fronteras afuera.
Esa necesidad es cada vez mayor e imperiosa. Quien tiene ahorros trata de ponerlos a salvo, en divisas extranjeras o directamente en el extranjero. Los jóvenes más avispados se esfuerzan en sus estudios con la ya no tan secreta esperanza de emigrar. La Argentina se ha convertido en un país centrífugo, que expulsa talento y capitales, justamente lo que necesita para crecer, mejorar el nivel de vida de sus habitantes y asegurar la defensa de su patrimonio, de la patria. La evaporación de la conciencia nacional, la ausencia de patriotismo, han sido la condición de posibilidad para que el estado cayera en manos de una mafia política, económica, judicial, sindical y mediática, que eufemísticamente llamamos establishment, y que lo opera en su beneficio más allá del color político que flamee circunstancialmente en la Casa Rosada.
Este estado de cosas no es azaroso. Mucho ha tenido que ver nuestra desidia, nuestra desaprensión, nuestro desprecio por la ley y nuestra cobardía. Pero también ha tenido que ver la acción de agentes externos que vienen operando discreta pero eficazmente en el escenario argentino desde la desgraciada década de 1970, cuando una sutil operación de pinzas liquidó al mismo tiempo la subversión castrista y las profesionalmente ambiciosas fuerzas armadas, con sus estudios estratégicos, su dominio de la energía nuclear, sus ingenios misilísticos y aeronáuticos, y también sus desarrollos convencionales como el tanque TAM y el fusil FAL. La guerra de Malvinas fue un giro imprevisto de esa maniobra, algo que se escapó de los planes y tuvo el inquietante efecto de devolverle a los argentinos la conciencia de serlo, de reavivar el sentido de pertenencia a una nación.
Esa guerra puso en marcha un nuevo juego de pinzas, punitivo y ejemplar: el abrazo globalizador. De la mano de Raúl Alfonsín llegó la socialdemocracia europea para conducir las operaciones de desmalvinización y expandir la ideología progresista hacia la cátedra, los medios y el entretenimiento. La Argentina, que había sido pionera en los decisivos campos de la salud y la instrucción pública, y protagonista del más exitoso ejemplo mundial de asimilación inmigratoria, se dedicó a remedar innecesariamente el “estado de bienestar” socialdemócrata y a inventar problemas inexistentes como la discriminación, la violencia de género, la “salud reproductiva”, el indigenismo, el feminismo, el multiculturalismo y otras patrañas semejantes, que sólo sirvieron para multiplicar la burocracia, desencadenar infinidad de “programas” y “actividades” e imponer al estado obligaciones imposibles de afrontar.
Así comenzó a girar el círculo vicioso del que no hemos logrado salir, caracterizado por el endeudamiento y la inflación, síntomas de un estado que gasta por encima de sus posibilidades, y que esquilma a los ciudadanos en exclusivo beneficio de una mafia corrupta encaramada en el poder. De la mano de Carlos Menem llegó el otro brazo de la pinza globalizadora, el brazo financiero, con sus préstamos previsiblemente incobrables, sus defaults, sus buitres, sus jugosas comisiones y esos enigmáticos fondos de inversión a la pesca de pichinchas entre las esperables víctimas del desmanejo económico. Las aberrantes decisiones económicas adoptadas en casi cuatro décadas de democracia, con sus secuelas de concentración y extranjerización, todas contrarias al interés nacional, no se entienden sino en el marco de un propósito deliberado: es probabilísticamente imposible tanta persistencia en el error. El “neoliberalismo” de Menem y Macri y el “populismo” de los Kirchner y los Fernández son espantajos ideológicos agitados por la prensa para encubrir un único y mismo fenómeno, una verdadera política de estado que reconocemos no por sus nobles intenciones sino por sus innobles efectos: la destrucción económica, cultural, social y política de la nación argentina en beneficio de un puñado de comisionistas de intereses externos y otro puñado de saqueadores del patrimonio nacional.
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Hay quienes perciben la magnitud de la tragedia, y le buscan salida, generalmente por el lado que su experiencia les hizo más evidente: unos ponen el acento en las reglas de juego económicas, otros en la colonización cultural, éstos en las cuestiones migratorias, aquéllos en la endeblez de nuestro sistema de defensa, otros más en las anomalías del sistema político. Y todos tienen razón, pero me temo que están tomando el rábano por las hojas. Si la reconstrucción de la Argentina todavía es posible, debe comenzar por sus cimientos: por la vocación, el proyecto, la voluntad nacional, cuyo alimento y combustible es el patriotismo, la memoria y aprecio del patrimonio histórico, cultural y material que nos es propio.
La conciencia nacional revive y se retempla en el combate. Lo demostró la guerra de Malvinas y, a contrario sensu, lo demostró la urgencia y la intensidad de la desmalvinización. Más de treinta años tuvieron que pasar para que el gran público comenzara a conocer las historias y los nombres de los héroes de esa gesta. Este único dato debería indicarnos que ése es el camino, y el propio enemigo nos lo ofrece al iniciar las hostilidades. La Argentina, como los principales países del Occidente cristiano, sufre hoy el ataque del capital financiero, su meta es la eliminación de las soberanías nacionales y la remisión de los ciudadanos a la condición de esclavos, su arma es la ideología socialdemócrata, progresista o izquierdista. Nos ha declarado la guerra, y se trata de una guerra armada de palabras, de relatos, de consignas, de imágenes repetidas hasta el hartazgo por una red mediática globalizada y cómplice, y conducida en el terreno por quintacolumnistas a sueldo. Su blanco es la nación, la fe, la familia, el idioma, la música, el lenguaje, la memoria, todo aquello que sostiene la identidad de una persona y de una comunidad de personas.
No habrá reconstrucción posible de la Argentina sin una convocatoria a la defensa en este combate decisivo que no va por los cuerpos sino por las mentes, por el espíritu. Los pueblos de la Europa del este –con Polonia y Hungría a la cabeza–, los votantes de Donald Trump en los Estados Unidos, los británicos tenaces que resistieron tres largos años de lavado de cerebro e impusieron su Brexit contra la voluntad de los globalizadores, nos dicen que la victoria es posible. La Argentina ganó su primera batalla en esta guerra cuando logró frenar el proyecto que buscaba la legalización del aborto, y se convirtió en modelo y guía para el resto de la región. Sería imprudente dejar escapar ese impulso. No estamos ciertamente en condiciones de librar una guerra convencional, pero para la batalla cultural que nos proponen nos sobran arsenales: tenemos una historia, una cultura, un patrimonio rico y propio con los que armar escudos, rellenar obuses y dar pelea. Si en la hermandad de la trinchera recomponemos el vínculo afectivo, nos reencontramos como argentinos, recuperamos aquella ambición de futuro que sembraron nuestros patricios, el resto se nos dará casi por añadidura. Tendremos por fin una brújula para orientar políticas y un cartabón para medir su eficacia en la persecución de un destino nacional. Debemos saber, sin embargo, que las guerras, incluso las simbólicas, son costosas, a veces prolongadas, y exigen sacrificios, y que nadie responde a un llamado a filas si no reconoce, primero, su bandera.
–Santiago González