DUEÑOS DE NADA

El retroceso de la clase media indica que la democracia republicana y la economía de mercado no funcionan como se supone



Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota 5 de 5 en la serie “Hacia una nueva esclavitud”


“Mientras las clases medias florecen en Asia, en los mercados desarrollados hacen lo imposible para mantener la posición económica de que disfrutaron durante el último medio siglo. Los hogares de clase media de los países desarrollados no han visto mejora significativa alguna en su nivel de vida desde la crisis financiera de 2008-2009.” La firma londinense de análisis de mercado Euromonitor inicia así un informe destinado a sus clientes sobre lo que denomina “el repliegue de la clase media”, una de las tendencias dominantes, dice, a tener en cuenta por los proveedores de bienes y servicios. “Los consumidores de clase media son un factor importante para los negocios porque constituyen el cimiento y el motor de los mercados de consumo.”

Pero la clase media no sólo es el cimiento y motor de la economía de mercado sino también de la democracia republicana. Democracia y mercado son las instituciones a las que llegó Occidente a lo largo de los siglos para resolver civilizadamente los dilemas primarios de cualquier sociedad: la distribución del poder y la distribución de la riqueza; la expansión de las clases medias es fruto de esas instituciones y prueba de su eficacia, pero también su condición de posibilidad, motor y cimiento. Un retroceso de la clase media, como el que advierten Euromonitor y la mayoría de los análisis socioeconómicos, es señal de que la democracia republicana y la economía de mercado no funcionan como deberían hacerlo. O al menos como lo hicieron, con todas sus imperfecciones, desde la posguerra hasta los setenta.

La dinámica del capitalismo se orienta a crear riqueza, y los mecanismos del mercado promueven su distribución, lo que permite que un creciente número de personas accedan de manera razonablemente progresiva, pacífica y espontánea a la condición de propietarios. Esta es la razón de ser y justificación moral de la economía de mercado, lo que la hace preferible a otros sistemas que proponen distribuir la riqueza utilizando el poder compulsivo del estado y sin preocuparse demasiado sobre la manera de crearla. Ninguno de los experimentos dirigistas tuvo éxito, mientras que la vigorosa expansión de las clases medias occidentales en el período mencionado probó la eficacia creativa y distributiva de la libre competencia.

Ahora esas clases medias están en retroceso, económico pero también político. Ya vimos en esta columna cómo la corrupción de la democracia republicana volvió a concentrar el poder en pocas manos, esta vez en las de una casta política absorta en sus propios intereses. Pero democracia republicana y economía de mercado son caras de una misma moneda, y es imposible creer que si una se corrompe no va a suceder lo mismo con la otra. Es necesario revisar los cambios ocurridos en el escenario económico occidental para entender por qué, de un tiempo a esta parte, y contra toda lógica, los hijos de clase media advierten que les espera una vida mucho más dura y difícil que la que vivieron sus padres, e incluso sus abuelos.


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El primer indicio de que las cosas no marchan bien lo brinda la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza en el mundo. Todos los años, las cifras compiladas por Credit Suisse revelan que cada vez menos gente se queda con una parte cada vez más grande de la torta: a comienzos de 2020, unas 2.000 personas poseían tanto dinero como los 4.600 millones de personas que componen el 60% de los habitantes del planeta, obviamente acumuladas en sus escalones inferiores. Aunque abundan los estudios orientados a relativizar estos datos y restarles importancia, ese desequilibrio entraña una amenaza para la libertad económica y política.

En todo Occidente, la franja media de la sociedad se encoge a expensas de los extremos más ricos y más pobres. En los Estados Unidos, por ejemplo, la declinación se inició en 1970, y por primera vez en 2015 ese segmento representó menos de la mitad del total de la población. El Center on Budget and Policy Priorities de Washington observó en un estudio reciente que la desigualdad en la riqueza es todavía mayor que la desigualdad en el ingreso: mientras el ingreso del 10 por ciento superior de la población estadounidense es igual al del 90 por ciento restante, ese mismo 10 por ciento acumula un 77% de la riqueza, frente al 23% del 90 por ciento restante.

En un lacerante estudio titulado Under pressure: The squeeze of the middle class, la OECD describe la situación en sus países miembros, que son las principales economías capitalistas del mundo, incluidas todas las europeas. A mediados de la década de 1980, consigna el trabajo, el 26,1 por ciento de las personas de entre 18 y 29 años se ubicaba, de acuerdo con su nivel de ingresos, en la clase baja, mientras que el 65,9 por ciento se acomodaba en la franja media; a mediados de la década del 2010, los clasificables en el nivel bajo habían aumentado al 33,5 mientras que los apuntados en el nivel medio habían descendido al 58,4 por ciento. En el mismo período, el nivel superior no sufrió cambios, estabilizado en un ocho por ciento de la sociedad.

En rápida síntesis, el estudio publicado en 2019 muestra que los ingresos de la clase media son cada vez menores en comparación con los de las franjas superiores, que las nuevas generaciones encuentran cada vez más difícil el ingreso a la clase media, que el costo de vida para la clase media (en especial el costo de la vivienda) viene creciendo por encima de la inflación, que su nivel de endeudamiento es superior al de los otros dos extremos de la escala social, y que por diversas razones la estabilidad en el empleo de los sectores medios es cada vez más precaria. “La clase media parece un bote en aguas turbulentas”, dice la OCDE.

En esta clase de estudios se define riqueza como las posesiones físicas y financieras de una persona, una vez deducidas sus deudas. Esas posesiones son las que le dan el carácter de propietario. Si es cierto que la justificación moral de la economía de mercado no reside sólo en su capacidad indiscutida de crear riqueza sino además en su habilidad para distribuirla en forma cada vez más amplia y equitativa, entonces estamos en problemas. Problemas que exceden largamente lo económico, porque en la tradición occidental, como hemos visto en notas anteriores, la condición de propietario está íntimamente ligada a la condición plena de ciudadano libre.

El sitio Our World in Data, dedicado al análisis de problemas mundiales, reconoce que en los Estados Unidos el reparto desigual de la riqueza declinó hasta los ochenta, cuando describió un giro en U para recuperar los niveles de preguerra, pero observa que en Europa y Japón, donde el Estado interviene para introducir correcciones, la evolución describió algo parecido a una L: hasta los ochenta la desigualdad cayó de manera pronunciada, pero luego aumentó sólo levemente. El economista del Banco Mundial Branko Milanovic se basa en datos parecidos para afirmar que las políticas nacionales son un factor decisivo en la distribución de la renta, y que las personas están menos condicionadas económicamente por su clase social, como pensaba Marx, que por el país en el que nacieron y las políticas que lo rigen.


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Pero la incidencia de los Estados nacionales y sus decisiones políticas parece ser, en el mejor de los casos, apenas moderadora de unas tendencias mucho más fuertes que operan sobre el desenvolvimiento económico occidental, por encima de sus fronteras, y contribuyen a la desigualdad creciente de sus sociedades, incluso las más avanzadas. La concentración corporativa, el predominio de la economía financiera por sobre la economía real, la mundialización, los avances tecnológicos, la precarización laboral y la pérdida de poder de los sindicatos son algunos de los factores que configuran una realidad económica cada vez más alejada de lo que comúnmente entendemos cuando hablamos de una economía de mercado.

De todos esos factores, el más preocupante es el de la concentración corporativa y financiera, porque atenta directamente contra la competencia. Desde mediados de los noventa, cuando una oleada de fusiones y adquisiciones se desató principalmente en la economía estadounidense, el índice habitualmente usado en los análisis anti-monopolio aumentó en un 50%, informó el Wall Street Journal en 2018 citando un estudio del FMI. La consolidación permite a las empresas fusionadas aumentar su participación en el mercado y reducir costos, pero esa mayor “eficiencia” no se traduce en baja de precios, sino todo lo contrario, dijo ese informe.

Al enumerar las consecuencias más notables de la concentración corporativa, el WSJ mencionó mayores precios (entre 1980 y 2016, aumentos promedio del 42%, con un máximo del 421% en el campo de la biotecnología), menores incentivos para la innovación y, especialmente, baja de salarios: “Cuanto mayor es la concentración empresaria, menor la retribución a los trabajadores”, dijo el diario. Un estudio sobre el mismo asunto elaborado por The Economist en 2016 determinó que el 60% de las ganancias excesivas obtenidas por los conglomerados provenía de las rebajas salariales.

Precios más altos, menores salarios, corporaciones gigantescas con dominio casi absoluto sobre sus respectivos mercados y enorme poder de manipulación sobre la casta política y sobre la prensa: el encogimiento de la clase media no debería sorprender a nadie.

El análisis de The Economist apunta a otro factor clave: el peso creciente de gigantescos fondos institucionales como BlackRock, State Street y Capital Group. “En conjunto -dice-, poseen entre el 10 y el 20% de la mayoría de las empresas norteamericanas, incluso compañías que compiten entre sí”. Según la revista, ese poder les permite por lo menos “poner en pausa” la competencia. El creciente poder de los fondos, por otra parte, se inscribe en un fenómeno paralelo que es el peso cada vez mayor de la economía financiera sobre la economía real, un fenómeno que trastorna radicalmente la lógica tradicional de la economía de mercado y convierte todo, en la práctica, en una operación financiera: invierto para obtener la máxima rentabilidad, no importa mucho cómo ni dónde ni por qué ni en qué.

Como espejo, o matriz, de lo que ocurre en la sociedad en su conjunto, la franja superior del mundo corporativo es la que se queda con la mayor tajada de la torta. Por la dimensión sideral de sus cifras, por la ubicua presencia de sus logos y sus productos, por la continua atención que reciben de los medios, el público tiende a creer que las grandes corporaciones son motor de la economía, fuente de innovación tecnológica, almácigo de personal calificado, manantial de empleo. La realidad es más bien la contraria, en todos los frentes. Además, muchas fusiones y adquisiciones apuntan a absorber desarrollos tecnológicos, procesos productivos o personal experto generados en el ámbito de las empresas de menores dimensiones.

En todo Occidente, las principales proveedoras de empleo son las pequeñas y medianas empresas. En 2016 había en los Estados Unidos 5,6 millones de firmas empleadoras, de las cuales: el 99,7% tenían menos de 500 empleados, el 98,2% menos de 100 empleados y el 89% menos de 20 empleados; había además 24,6 millones de firmas sin empleados. Sin embargo, un estudio publicado en 2019 por la Universidad de Harvard mostró que mientras las grandes corporaciones consolidaban su posición dominante,  las PYMEs encontraban cada vez más difícil la supervivencia. “Hasta 2000, entre el 15 y 20% de las pequeñas empresas llegaban cada año a convertirse en empresas medianas o grandes, pero ese porcentaje se redujo a la mitad en 2017; entre el 75 y el 80% de las grandes compañías mantenían su posición en esa franja, pero ese porcentaje creció al 89 últimamente”, consignó el estudio.


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Así como la corrupción de la democracia republicana volvió a concentrar el poder en las manos de unos pocos, los miembros de la casta política, la corrupción de la economía de mercado tiende a concentrar la condición de propietario en unos pocos, los integrantes de la élite económica y financiera global, y a entorpercer el acceso a la propiedad o despojar de ella al resto. Marchamos hacia una sociedad de inquilinos y abonados, en la que nadie es dueño de nada. Excepto los que son dueños de todo. La pandemia imaginaria impuesta este año a las sociedades occidentales ha dejado un tendal de gente sin trabajo, y hecho estragos entre las compañías pequeñas y medianas, los negocios de barrio y los profesionales independientes, mientras que las grandes corporaciones ven sus ganancias multiplicarse vertiginosamente.

Cuando hablamos de concentración económica tendemos a pensar en fusiones como la de Fiat con Chrysler, Bayer con Monsanto, o Cablevisión con Telecom. Pero concentración es también la desaparición del almacén, la ferretería o el bazar del barrio en beneficio de las grandes superficies; de la farmacia, el bar de la esquina y la tintorería en beneficio de las cadenas; de las tiendas, zapaterías y sastrerías de la avenida en beneficio del centro comercial. De la chapa de bronce en la puerta -“Dr. Juan Fernández, Profesor de la Universidad de Buenos Aires, Cirujano del Hospital Rawson”- en beneficio de las empresas (financieras) de seguros médicos.

Hemos visto que la riqueza se define por las posesiones físicas (vivienda) y financieras de una persona. Al finalizar el siglo XX, el 52% de los ciudadanos estadounidenses (esto es sus niveles altos y medios) poseían acciones, principalmente inversiones conservadoras en títulos de las grandes corporaciones, dato que habitualmente es citado como ejemplo de una sana distribución de la riqueza. Pero según dijo Andrés Vinelli, economista del centro de estudios American Progress, al diario La Nación de Buenos Aires, el 89% de las acciones están en manos del 10% de la población, seguramente su segmento más rico. El 11% restante en manos de la clase media no alcanza para evitarle el descenso en la escala social. Por el lado de la vivienda, las cosas no han ido mucho mejor: sólo en los Estados Unidos diez millones de familias perdieron sus hogares en la crisis del 2008; en las grandes ciudades de ese país ya hay más gente que alquila que propietarios. 1

En enero de este año, un artículo de The Economist advertía que por primera vez en un siglo, se observa en los países de Occidente una disminución en la propiedad de la vivienda, después de haber alcanzado su punto más alto en 2000. “Una posibilidad es que los jóvenes estén menos interesados en la casa propia. Después de todo, muchos millennials prefieren vivir ‘ligeros de equipaje’, y alquilar autos, música y ropa en vez de comprarlos”, decía jovialmente la revista. Pero parece que no sólo es cuestión de gustos: en los Estados Unidos, el número de jóvenes de 25 a 34 años que siguen viviendo con sus padres aumentó del 12% al 22% desde el 2000 al 2017. Cuando abandonen el nido, la mayoría de ellos se van a convertir en inquilinos.

Pongo énfasis en este asunto porque está en el corazón del problema que intento describir. Según estudios citados por la OECD, la propiedad de la vivienda es algo socialmente valioso por varias razones, entre ellas: induce a la acumulación de la riqueza, favorece la educación y el desarrollo de los hijos, promueve el compromiso con la comunidad y prohija ciudadanos mejor informados, contribuye a la salud y la felicidad en general. En una nota anterior conté cómo en los años dorados de la democracia y la economía de mercado, la gente compró vivienda, se casó, tuvo hijos, ahorró y participó en los asuntos públicos en niveles nunca repetidos. Pero en las principales democracias occidentales un conjunto de factores, que van desde la pérdida de poder adquisitivo a la inestabilidad laboral, pasando por el encarecimiento del crédito y la presión impositiva, desalientan la adquisición de la casa propia, umbral, como dijimos, de la condición de propietario. La otra cara, ineludible, de la condición de ciudadano libre.


–Santiago González

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